sábado, 29 de agosto de 2009

La cristiandad en el siglo IX

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Las misteriosas luces que señalaban el sepulcro del Apóstol Santiago marcaban también el inicio de una revolución espiritual y social de efectos inmediatos. Y si no podemos entrar en la descripción de la sociedad de aquellos tiempos, repasemos al menos los nombres de quienes se encargaban de ejercer el poder, ya temporal ya espiritual: ¿quién mandaba en Roma, quién en la Europa cristiana, quién en la rota Hispania, quién en la verde y húmeda esquina noroccidental de Iberia? Veamos.

Carlomagno, el de la barba florida, imperaba en todo el Occidente cristiano. Pero los moros, ¡ay los moros!, le tenían en jaque por el sur; y ese sur no era otro que la vieja Hispania, casi enteramente en sus manos. La propaganda oficial, representada por la canción de Roldán, dice que sus dominios se extendían más allá de los montes Pirineos hasta el mismo mar Atlántico; pero la verdad era muy distinta, sus huestes, acaudilladas por los heroicos Roldán, Anselmo o Egiardo, habían caído en Roncesvalles y nunca habían oído el sonido de las olas al romperse contra las rocas del Finisterre.

Sin embargo, al noroeste de la península, en un rinconcito que la humedad y la lluvia pintaban de verde, un casto pero insignificante rey llamado Alfonso trataba de mantener las viejas creencias religiosas de sus antepasados. Sabía de su debilidad y, desde lejos, miraba al Emperador con indisimulada admiración y reverencia. Quizá se consideraba hijo suyo, quizá con él contaba para sobrevivir políticamente, quizá..., mas con quien no contaba, seguro, era con la mano que el Cielo estaba dispuesto a enviarle en forma de Apóstol...

Pero, ¿y la Cristiandad? ¿cómo andaba por aquellos años la Cristiandad? se preguntaba Torrente Ballester. Pues asustada, temerosa, viendo como el Islam hollaba las antiguas tierras de San Agustín y las de San Isidoro, confiando en el emperador de la bella barba, pero sin dejar de mirar hacia el cielo por si a la Providencia se le ocurría enviar alguna ayuda.

Esta numerosa grey cristiana tenía por pastor al buen Papa León III, santo... y valiente, pues fue capaz de resistir la presión del Emperador para insertar el famoso filioque en el credo de Nicea, todo un esfuerzo por no disgustar a la Iglesia Oriental. Pero, también él había perdido la fecunda tierra de San Isidoro, y solo, allá donde el sol se pone, conservaba un pequeño curruncho donde un insignificante pastor cuidaba de sus ovejas. Sí, el pastor era Teodomiro, obispo de Iria Flavia, de quien, tal vez, ni siquiera el Papa tenía conocimiento...