jueves, 25 de febrero de 2010

Diario de una pareja de peregrinos: Etapa 8: Grañón, Belorado, Villafranca Montes de Oca / 27,4 kms.

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Viloria de Rioja, pueblo emblemático de esta etapa.

Hemos tenido cierta pelea aunque, eso sí, civilizada, cuando ha llegado el momento de sentarnos a escribir el relato de la etapa. Ambos queríamos hacerlo. Finalmente hemos llegado al acuerdo de escribir cada uno un texto y luego refundirlos. Como en definitiva ambos hemos experimentado similares emociones, el resultado no deja de ser homogéneo y coherente. Hubiera sido distinto si hubiésemos discrepado en eso, las emociones.

Poco vamos a relatar de la ruta en sí misma. Después de salir de Grañón y cruzar la imaginaria frontera entre La Rioja y Castilla, el camino discurre casi en paralelo a la carretera nacional 120, entre campos de cereales y atraviesa Redecilla del Camino, Castildelgado, Viloria y Belorado, en la que hicimos una breve visita y repusimos fuerzas, además de sellar la credencial. Mientras andábamos junto a la carretera, algunos coches o camiones, justo al pasar junto a nosotros, hacían sonar el claxon, a modo de saludo y nosotros respondíamos agitando el bastón. Poco después entramos en Tosantos, Villambistia y Espinosa del Camino para luego dirigirnos al final de la etapa, Villafranca Montes de Oca, situado en la falda Este de esa estribación montañosa, casi perpendicular a la Sierra de la Demanda y cuya travesía quedaría para la siguiente jornada.
El Camino parece perderse en el infinito.

El azar, el destino, quizá la Providencia, hizo que nos esperara una sorpresa. Al concluir la etapa en Villafranca y como teníamos previsto, nos dirigimos hacia la cercana localidad de Pradoluengo, donde están las raíces maternas de mi compañera y donde le quedan numerosos parientes. Teníamos pensado visitar a la familia, alojarnos en su casa y hacer allí una jornada de descanso, disfrutando de la gente y del bellísimo entorno de este pueblo, a los pies del San Millán, la montaña más alta de la provincia de Burgos.

Lanitas, en casa de nuestros parientes, el día que nació dos veces.

A mitad de camino entre Villafranca y Pradoluengo, comenzamos a escuchar una especie de llanto sin poder aún determinar de dónde vendría el sonido ni qué o quién lo causaba; al doblar una curva, el llanto se hizo más audible y pudimos determinar de dónde venía. Una minúscula mancha blanca se movía al pie de una encina. Nos acercamos allí para descubrir lo que era, un pequeño cordero recién nacido balaba lastimosa y desesperadamente de hambre, frío y miedo. A duras penas podía andar, sólo trastabillaba. Al vernos, el abandonado animal vino hacia nosotros como implorando ayuda. Sin dudarlo, sin necesidad de consultarnos más que con la mirada, y desde luego, sin medir bien las consecuencias, recogimos al animal. Con el frío, sin alimento e indefenso ante el ataque de cualquier predador, estaba condenado a una muerte segura. Mi compañera lo llevó en brazos y yo cargué con las dos mochilas. Nada más cogerlo, dejó de balar. Al llegar a Pradoluengo comenzamos las gestiones para afrontar la situación que, inexcusablemente, pasaba por no hacer de Lanitas (así la llamamos desde el primer momento) el alimento de nadie. Interpretamos que aquello era una indescifrable señal, una prueba más que el Camino nos ponía. Aquel animal, símbolo cristiano de mansedumbre, bondad y paz, nos había pedido ayuda y no podíamos abandonarle a un cruel final. Convencimos a la familia de que su destino tenía que ser otro. Además era hembra y podría criar o producir lana o leche. Pasamos las siguientes horas consultando al veterinario, dándole calor y alimentándola con biberones. Nuestros parientes accedieron de buen grado a tenerla unos días. Le hemos dado, de momento, un destino provisional: nuestra propia casa, algo bien distinto a lo que le esperaba si no se hubiera cruzado en nuestro camino. Procuraremos, entre toda la familia, criarla hasta que le encontremos un lugar definitivo.
M y J

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