sábado, 3 de abril de 2010

El obispo Ataúlfo II

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Bermudo II, rey de Galicia desde el año 982

3.3.- El obispo Ataúlfo II. Traemos aquí a este obispo por ser el que consiguió para Compostela la condición de ciudad episcopal. Hasta entonces Iria Flavia había sido el asiento (la sede) y Compostela la residencia real de los obispos; a partir de ese momento se unifican sede y residencia y, por autorización del Papa Nicolás I, la diócesis pasa a llevar los dos nombres unidos pero con precedencia del de Santiago.

Este obispo no tuvo un episcopado muy tranquilo ya que, en su tiempo, los normandos se encargaron de sembrar el terror y la destrucción en todo el valle del Sar. Pero no todos sus enemigos venían del lejano norte, otros más próximos se encargaron de verter sobre él falsedades sin cuento, llegando algunas a acusarlo de sodomía. El buen obispo, deseando acallar todas las maledicencias y acusaciones, decidió coger el toro por los cuernos y, para ello, no se le ocurrió nada mejor que salir a la plaza pública, vestido de pontifical, y enfrentarse a un toro bravo y convenientemente azuzado por los detractores. El juicio de dios le salió bien al obispo pues el toro se acercó mansamente al prelado y sus enemigos quedaron en evidencia.

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Leyenda de San Ataulfo:

Durante el siglo IX, las costumbres en el norte de la Península Ibérica no eran del todo ejemplares. Vivíamos una época impura llena de escándalos monásticos, esposas abandonadas y clérigos con concubinas. Corría el rumor de que el obispo de Compostela, Ataulfo II, quería terminar con los abusos y restablecer la disciplina eclesiástica, aunque para ello tuviera que emplear mano dura, pero tal decisión no gustó nada a cuantos disfrutaban de tales alborotos.

Así pues, una fría tarde de invierno, mi compañero Cadón y yo mismo, Acipilón, recibimos la visita de varios clérigos rebeldes, que muy disgustados ante la intromisión del obispo compostelano, nos rogaron que nos personásemos ante el entonces rey de Asturias, Alfonso III el Magno. Debíamos acusar a Ataulfo de conspirar contra su reinado y de andar en acuerdos con los moros para entregarles las tierras gallegas y así lo hicimos, porque tampoco nosotros queríamos ver reducidos nuestros privilegios. Y no fue tarea ardua convencer al rey, ya que entre sus pretensiones estaba la de terminar con todos los enemigos de su corona.

Presentose un día el citado obispo ante Alfonso III y no había terminado de mostrarle sus respetos cuando, fue llevado preso. Como todo traidor, su castigo sería abandonarle a su suerte ante un toro salvaje.

El día de autos, la plaza donde iba a tener lugar el acontecimiento se hallaba repleta de gente. Todos gritábamos entusiasmados y ansiosos por ver cómo la bestia acababa con aquella poderosa amenaza. Al salir la fiera al ruedo, embistió con carrera acelerada a Ataulfo, pero justo antes de rozar los ropajes del obispo y ante la atónita mirada de todos los presentes, el toro se paró en seco y bajó la cabeza sumisamente permitiendo que Ataulfo sujetara sus cuernos. Arrepentido, comprendí que habíamos cometido un craso error pues, sin duda, aquel día quedó probada su inocencia.

Quiso la historia que estos hechos no cayeran en olvido, y que se inmortalizaran para siempre en un bello capitel del refectorio de la Catedral de Pamplona.

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