lunes, 25 de enero de 2010

La toilette del peregrino

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----En Lavacolla se sigue lavando, pero ya no se lava lo que se lavaba.

2.10.- La toilette del peregrino. El largo y difícil viaje a Compostela, al fin del mundo, debe suponer una renovación de lo material y espiritual que rodea al peregrino, sólo esa búsqueda de vida nueva podía justificar tantas penalidades, tanto caminar. Por eso, en cuanto la presencia de Compostela se palpa en el ambiente, y su olor y sabor se adivinan en los rostros peregrinos, todos corren al río, todos ansían lavarse y purificarse, sentirse renovados. Primero el cuerpo, luego las ropas y finalmente el alma.

El cuerpo: Sí, todo huele a Compostela: la tierra del camino, el verde de los prados, el aire húmedo y denso de los campos, el rumor del viento sobre los árboles..., todo. Sólo faltan unos kilómetros, un par de leguas tal vez, y ya está: la meta ansiada, el anhelado abrazo. Mientras se baja hacia el río Lavacolla, la penúltima dificultad del camino, la emoción y el nerviosismo se apoderan del caminante. Y si el Apóstol está esperando, ahí, al otro lado del otero, este es el momento de lavarse, de asearse, de prepararse para el encuentro. Hay quien se remanga los amplios faldones e introduciéndose en el pequeño remanso aprovecha para adecentar sus partes más íntimas; otros, menos pudibundos, se desnudan completamente y se bañan de cuerpo entero. Hay también quien lava sus ropas harapientas tras tan largo viaje, quien llena su cantimplora y aprovecha para beber aquellas aguas dulces y limpias, quien descansa bajo un frondoso abedul esperando el momento de emprender el último esfuerzo.

Las crónicas nos hablan del río, de una corriente, pero no mencionan ningún estanque, ni fuente alguna de agua fresca. Sin embargo, el rito parece traer viejos recuerdos celtas de aspersiones e iniciaciones. Quizá hace tiempo, junto al río, había una piscina ritual que el cristianismo incorporó a sus ritos y de la que hoy sólo nos hablan los apasionados del esoterismo. No sabemos; pero sea como fuere, los peregrinos abandonaban el río con sus cuerpos purificados hacia el monte gozoso, hacia Compostela, henchidos de ansia por purificar el alma.

A Cruz dos farrapos
El vestido: En cuanto los peregrinos llegaban a Santiago, saludaban al Apóstol dándole gracias por haberles permitido llegar (lo primero es lo primero) y, de inmediato, se dirigían al tejado de la cabecera de la Catedral, protegidos por unas balaustradas, donde estaba la Cruz dos Farrapos. La cruz es de cobre, de unos dos metros de alta, y está incrustada en un bloque de piedra en forma de cordero. Al lado había un pilón donde los peregrinos llegados hasta allí dejaban sus viejas ropas y las sustituían por otras nuevas y limpias facilitadas por el cabildo.

No se sabe con certeza el origen de esa práctica aunque ya se tiene constancia de su existencia en el siglo XVI. Tras la desaparición de la costumbre, la Cruz dos Farrapos quedó abandonada en medio del tejado y, parafraseando a Lamas Carvajal, ya no debes hacerte ilusiones pois cando chegues alí esmorecido, ninguén che dará roupa nova a cambeo desa vella que levas, porque oxe esa cruz esquecida a ninguén empresta amparo.

El alma: Y limpio el cuerpo, renovados los ropajes externos, ha llegado el momento de la purificación espiritual. En la pequeña iglesia de la Corticela esperan numerosos sacerdotes, expertos políglotas capaces de hablar el idioma más extraño: no habrá dificultades para la confesión...

Nicola Albani, el napolitano peregrino, nos cuenta su propia confesión. Primero se preparó concienzudamente pues quería hacer una confesión general, un repaso a toda su vida. Luego buscó al políglota adecuado, un cura compatriota suyo con el que no iba a tener dificultades idiomáticas. Y, por último, se arrodilló ante él por espacio de cuatro horas y cuarto... Falta le hacía haberse preparado bien, y no menos necesario le sería mantener una conversación fluida, y todo le salió a la perfección pues acabó enormemente contento, tan limpio de pecado como un niño recién bautizado.

Y luego, tras la triple limpieza descrita, la comunión... y ese dejarse caer en manos del éxtasis místico. Y el momento del regreso a las calles angostas, de húmedas piedras cubiertas de magia, escondidas tras vaporosos visillos de nieblas espesas, de silencios rotos por campanas de sonidos eternos; de pararse al cálido abrigo de un soportal de piedra, de sentir la fusión con el tiempo, inmóvil ahora, parado; de dejarse invadir, como Lorca, por la melancolía infinita de un verso:

Chove en Sant-Iago,
meu doce amor,
chove en Sant-Iago
na noite escura...


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