Villafranca de Montes de Oca |
8.7.- El milagro de los
montes de Oca. En el año milésimo centésimo octagésimo
de la encarnación del Señor, en tierras francesas, cierto varón tomó esposa,
como es costumbre, con la esperanza de tener descendencia que pudiera heredar
aquellos bienes que legítimamente había ido juntando. Mas quiso la divina Providencia
que por más que frecuentara a su mujer ésta no quedara embarazada. Comenzaba ya
el hombre a desesperar cuando se acordó de Santiago de Galicia, de los milagros
que hacía y de lo bondadoso que era con quien se dignaba visitar su santo
sepulcro. Tomó pues la decisión, se la participó a su afligida esposa, y partió
hacia los confines de España.
En cuanto llegó a Compostela, el buen
francés purificó su alma y se postró ante el Apóstol pidiendo con gran fe lo
que para él sería el don más preciado del mundo: tener un hijo que pudiera
perpetuar su nombre y heredar sus bienes. Tras la súplica quedó el hombre
confiado, mas, por si acaso, todavía consultó con su confesor la forma cómo
mejor podía cumplir para que la segura ayuda del Apóstol no quedara en nada. Y
el sacerdote le recordó la conveniencia de aumentar su sacrificio absteniéndose
de contacto carnal con su mujer durante los tres días siguientes a su regreso,
penitencia a la que se comprometió el peregrino de todo corazón.
De regreso a su patria pudo, por fin,
abrazar a su mujer que, lógicamente, se había puesto sus mejores galas para,
tras la obligada separación, poder atraer a su marido y hacer lo conveniente
para tener la descendencia deseada. Trató el marido de apartarse, sin
conseguirlo del todo, pues la mujer insistía y se lamentaba de que, durante el
tiempo transcurrido, hubiera podido olvidarla. Y el demonio colaboraba en
exaltar el deseo de la carne de forma que el virtuoso varón pudiera incumplir
lo prometido en Compostela.
La situación se volvió muy difícil, y no
se hubiera resuelto convenientemente si no fuera porque, en un momento de
lucidez, el atormentado marido se decidió a encerrarse en una habitación y tirar
la llave por la ventana de forma que cayera en un montón de paja próximo.
Cuando la mujer se acercó con sus lamentos a la puerta, él le indicó que debía
buscar la llave entre la paja, cosa que la desconsolada esposa hizo, mas sin
éxito hasta pasados los tres días de abstinencia impuestos. Fue así cómo el
santo Apóstol ayudó a su devoto, ayuda que fructificó de modo que la esposa
quedó encinta y, a su debido tiempo, fue madre de un hermoso niño.
Nunca olvidaron los agradecidos padres el
favor concedido por Santiago y, en cuanto el niño alcanzó los quince años y
estuvo en condiciones de emprender un largo viaje, padres e hijo decidieron
peregrinar a Compostela para agradecer al Santo su bondad para con ellos.
Feliz fue su caminar hasta que llegaron a los
montes de Oca, pero, una vez allí, el joven enfermó de gravedad y murió. Triste
era ver a aquellos desconsolados padres que acababan de perder lo que más
amaban en el mundo, cómo lloraban mirando al cielo e implorando clemencia, cómo
se hincaban de rodillas negándose a aceptar lo inevitable. La mujer hablaba
incluso de dejarse morir para ser enterrada al lado de su hijo amado, mientras
el marido, más sensato, se acordó nuevamente del Apóstol Santiago y pensó que
si él le había concedido ese don era lógico que, a causa de sus pecados,
pudiera quitárselo.
Ya estaban a punto de enterrar al joven, y
aún el pobre padre seguía rezando y confiando en el Apóstol, pues tanta era su
fe. Y tanto rezó que, cuando ya las primeras paladas de tierra caían sobre el
cadáver, éste se movió, apartó de su cara el blanco sudario y se levantó
tranquilamente ante el correspondiente asombro de los presentes. La alegría de
los padres era inmensa, la de los vecinos y demás peregrinos venidos para el
entierro no se quedaba atrás. Todos rezaban al Apóstol y todos hablaban de su
bondad y de su poder.
Entre tanta alegría, la madre seguía
abrazada al muchacho y le preguntaba cómo había podido abandonarla. Y él le
contaba cómo había viajado al más allá, cogido de la mano del santo Apóstol,
flotando entre luces majestuosas que llenaban su corazón de felicidad. Le
explicaba lo a gusto que se encontraba en aquel lugar y cómo su deseo era
quedarse y no regresar más al mundo de los vivos. Fue el mismo Santiago quien,
ante el dolor de su madre, le pidió el enorme sacrificio de renunciar, aunque
sólo fuera por un tiempo, a aquel lugar de completa y eterna felicidad.
Seguía feliz el padre, mas no así la madre
que reprochaba a su hijo la falta de cariño al preferir su propia felicidad a
cambio del dolor de ella. Y trataba de explicarse el hijo sin lograrlo, pues la
madre le cargaba de reproches. Finalmente, sin que los ánimos de la madre se
calmaran, continuaron viaje a Santiago de Galicia y allí, quizá cómo castigo al
egoísmo de la madre, el Apóstol quiso que el muchacho profesara en un convento
y se quedara hasta su muerte al cuidado de los pobres.
Fue así como el Apóstol hizo dos milagros:
el primero haciendo que naciera aquel hijo tan deseado, el segundo haciendo que
volviera a la vida después de muerto. Y
esto, que fue realizado por el Señor, es cosa admirable a nuestro modo de ver.
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