8.5.- La torre de Peito Burdelo.
Todos sabemos que la legendaria batalla de Clavijo tuvo como motivo la
oposición del buen rey Ramiro I al pago del llamado tributo de las cien
doncellas. Con la ayuda de Santiago, los musulmanes fueron derrotados y de
aquel denigrante tributo no quedó sino el triste recuerdo.
Parece que el tributo había sido pactado
por un tal Mauregato, quizá uno de aquellos reyes holgazanes que vendían su
pueblo al moro con tal de conseguir la suficiente tranquilidad para dedicarse a
su ocupación favorita: la caza; pero no está claro, y es que el nombre
Mauregato parece derivar de mouro-capto,
o su equivalente castellano moro-capto, referencia a moros cautivos, hechos
prisioneros por los cristianos (por cierto, con el mismo origen que el
gentilicio maragato, aplicado a cierto pueblo leonés) y eso podría indicarnos
que Mauregato era únicamente el guardián del nuevo harén. Sea como fuere, en
todo caso, las rapaciñas debían ser
buenas mozas, que el moro no era tonto, y pertenecer a las mejores familias del
reino galaico-asturiano. Los esbirros reales se acercaban a los pueblos e iban
de casa en casa haciendo la oprobiosa leva. Las madres lloraban desconsoladas
viendo como sus hijas era sacadas de las casas para ser llevadas a lejanas
tierras, y las jóvenes doncellas, entre lágrimas, se rasgaban la cara con las
uñas hasta provocarse sangre de modo que parecieran menos atractivas, y se
tiraban al suelo oponiendo firme resistencia, lo que no servía de mucho pues
eran arrastradas sin piedad.
Las doncellas eran conducidas a la torre
de Peito Burdelo, la famosa torre del oprobio, donde se esperaba hasta el
momento de hacer la entrega a los musulmanes. Aquel día, como otros muchos
días, se oían desde fuera los desgarradores gritos con que las chiquillas
rompían el aire y la paz de los campos, gritos que llegaron a oídos de cinco
hermanos que trabajaban en una finca próxima. Los cinco hermanos estaban
soliviantados y se preguntaban cómo era posible que el pueblo no se uniera para
liberar a las infelices cautivas. Pero los hombres de la zona sabían que si lo
intentaban, sus vidas correrían peligro, pues los soldados estaban bien
armados, y sus haciendas serían destruidas, y sus mujeres y sus hijas muertas o
maltratadas. El miedo se había extendido por doquier y nadie osaba levantar su
voz contra tamaña injusticia.
Pero los cinco hermanos habían dejado de
trabajar, y la sangre parecía hervirles dentro de las venas, y sus ojos se
enrojecían de ira, y su respiración entrecortada y rápida permitían adivinar lo
peor. Y así fue. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los cinco al unísono se
echaron a correr hacia una higuera próxima, cortaron cinco ramas de las más
gruesas que pudieron, y armados con tan endebles armas se dirigieron al
castillo, considerado inexpugnable. Pero, a veces, la confianza juega malas
pasadas, y aquellos soldados estaban muy confiados en que nadie osaría atacar
algo tan bien defendido, y los jóvenes llegaron totalmente por sorpresa, de modo
que, pau nun, pau noutro, para cuando
quisieron darse cuenta los guardianes, ya habían liberado a las muchachas...
Todavía hubo que esperar para que se
desterrara definitivamente tan oprobioso tributo, mas los chicos de los palos
de higuera, os rapaces dos paus de
figueira, se hicieron famosos, y el recuerdo de aquella gesta queda hoy
reflejado en unos cantares que dicen:
nun figueiral figueiredo,
nun
figueiral eu entrei;
sete
doncelas topara,
sete
doncelas topei...
Y el ilustre linaje de los cinco hermanos,
que pasaron a llamarse Figueroa, adoptó como armas las cinco hojas de higuera
colocadas en sotuer.
Ver también: San Andrés de Teixido
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