jueves, 2 de mayo de 2013

Apuntes Jacobeos: San Andrés de Teixido

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8.6.- San Andrés de Teixido. A veces, a la hora de contar una historia, uno empieza bien, pero acaba por perder el hilo en divagaciones que conducen por senderos imprevisibles. Quizá por eso, en esta historia, hemos querido empezar ya perdidos por ver si, a lo largo de ella, fuéramos capaces de reencontrarnos. Difícil tarea, pero, ¿quién sabe?

Comencemos, pues, hablando de un rey de Lidia llamado Tántalo, hijo del mismo Zeus, que llegó a la isla griega de Morea proveniente de Asia Menor hace muchos, muchos años. Tántalo era impío, lo que no le impedía ser muy querido por los dioses que incluso le invitaban a sus banquetes. También él quiso corresponder, y un día invitó a todos los olímpicos a una cena en su nuevo palacio. Pero, recordemos, él era un rey impío y quiso aprovechar la ocasión para averiguar hasta qué punto los dioses eran omniscientes. Decidió, pues, servirles un guiso confeccionado con la carne de su propio hijo Pélope, y ver qué pasaba. Y pasó lo que tenía que pasar, pues ¡menudos son los dioses!, pronto se dieron cuenta de la clase de vianda que se les ofrecía y, lógicamente, rehusaron participar en aquel banquete maldito. Claro que, a veces, hay circunstancias que privan a uno, aunque se sea dios, o diosa, de la capacidad de discernir; y éste era el caso de la pobre Deméter, una madre cuya hija acababa de desaparecer y a la que buscaba con impaciencia. Deméter, dada su situación psicológica, no se dio cuenta, y se comió tranquilamente la paletilla izquierda del guisado Pélope.

Bien, ya hemos dicho que los dioses, en general, se habían negado a comer; y Zeus, el mayor de ellos, al menos en cuanto a poder, se enojó de tal manera al ver a su nieto guisado que condenó a Tántalo a un castigo horroroso (aunque también hay quien dice que el castigo fue por otra razones menos confesables, quién sabe). Pero, en todo caso, el problema inmediato era volver a la vida al pobre Pélope, acción a la que todos los dioses prestaron su beneplácito, aunque no dejaron de señalar el problema que se presentaba con la desaparecida paletilla izquierda. Difícil solución, aunque no tanto si se es dios. El asunto se resolvió cociendo nuevamente los trozos del joven en una gran caldera de regeneración y utilizando como sustituto del hueso desaparecido una paletilla de marfil que, además, al parecer, tenía la ventaja de ser inmune al reúma. Revivido Pélope, sólo quedaba tener con él una pequeña atención para compensarle de tantos sacrificios, para lo que los inmortales decidieron dedicarle aquella isla, mandando que desde entonces se la llamara “Isla de Pélope”, es decir, en griego Pélope-nisos o Peloponeso como se llama hoy en día.

El Peloponeso fue siempre un cruce de caminos, y hasta allí llegaron los apóstoles en cuanto Jesucristo les dio el go. Pablo llegó a la peloponésica ciudad de Corinto desde Atenas, después de sus estancias en Tesalónica y Éfeso, y predicó sin demasiado éxito la nueva doctrina. No tuvo suerte Pablo porque allí estaba el afamado templo de Afrodita, o lo que es lo mismo, el mercado central del sexo para todo el Mediterráneo oriental, y la nueva religión no compaginaba muy bien con los/las trabajadores de la carne. Recordemos, que perdidos ya estamos, que Afrodita había nacido de la espuma marina generada por la caída de los órganos sexuales de Urano cortados por su hijo Cronos mientras dormía. Nació ya crecida, exuberante y atractiva, y rápidamente se proveyó de una gigantesca concha de vieiera sobre la que decidió tomar el sol mientras daba un toque a su peinado y las olas se encargaban de llevarla hasta la isla de Citera, y más allá hasta el Peloponeso. En su caminar por el Mediterráneo, Afrodita estuvo en muchos sitios, entre ellos Italia, donde la bautizaron como Venus. Finalmente regresó a su tierra, a Corinto, y se quedó a vivir en la acrópolis, donde pidió que le hicieran un templo, y se dedicó a hacer lo que a ella más le gustaba.

A la enorme concha de Afrodita, o Venus, en cuyo recuerdo fue llamada venera o vieira, le perdimos la pista, aunque sabemos que a comienzos del Renacimiento anduvo por el mar Tirreno, y que hasta un pintor llamado Sandro Botticelli pudo pintarla bellamente, sosteniendo el cuerpo desnudo de la diosa Venus tal como él se la imaginaba llegando a la isla de Citera. Bien, ya sabemos que Afrodita y su concha no compaginaban muy bien con las ideas de San Pablo, así que el apóstol de los gentiles regresó a Éfeso desilusionado, y desde allí se dedicó a escribir cartas a los pocos seguidores que había dejado en Corinto y en otros lugares del Mediterráneo oriental.

Y como la predicación de San Pablo en Corinto no había fructificado en demasía, el apóstol Andrés decidió ir también al Peloponeso, pero a la otra punta, al occidente de la isla, a Patrás, y comenzar desde allí la difusión de la palabra de Cristo. Su éxito tampoco fue inmediato, y como él no era tan listo como Aristóteles (que abandonó Atenas antes de que se cometiera "otro delito contra la filosofía"), no supo marcharse a tiempo y ello le costó la vida. El apóstol fue crucificado sobre dos maderos colocados en aspa a lo que, desde entonces y sin mucha originalidad, se llamó cruz de San Andrés.

Pero, con tanta predicación casi nos habíamos olvidado de la paletilla. Y no está bien. Sin embargo, tendremos que esperar algo más de mil años más para que sobre la vieja sede de San Andrés se asiente un obispo joven y de espíritu emprendedor. A este obispo de Patrás llegaron las nuevas de que allá en occidente se había descubierto la tumba de uno de los apóstoles más queridos por el Maestro, y ni corto ni perezoso, decidió prepararlo todo y ponerse en camino hacia la lejana Compostela. Buscó calzado cómodo, capa basta de lana, sombrero, esclavina... y, cómo no, báculo, escarcela y calabaza, pero no la concha de vieira, que sus razones tendría. Claro que, como el obispo era un hombre bueno, no quería llegar a las proximidades de la mar océana sin tener algo que ofrecer a aquella iglesia joven, todavía pobre, pero llena de futuro. Así que el obispo pensó por un momento, y se acordó de la paletilla.

Porque, pensó el obispo, nada podría agradar más a los compostelanos que un trozo de reliquia de San Andrés; y tomó la paletilla izquierda del Santo, cuyos restos conservaba como oro en paño la iglesia de Patrás, la etiquetó convenientemente para que no hubiera confusión, la metió en la estrecha escarcela que llevaba y partió hacia Galicia. El camino era largo, largo, largo. Y para cuando cruzaba penosamente el Summun Portus oscense, unas fiebres malignas, quizá fruto del tanto andar y el poco comer, vinieron a empeorar las cosas. El buen obispo, irreconocible como tal a causa de sus pobres ropas, pudo continuar viaje hasta Estella, pero no más allá. Allí, pese al esfuerzo y los cuidados que se le brindaron en el hospital de peregrinos, murió y fue enterrado como un pobre cualquiera en el claustro de San Pedro de la Rúa, en Estella. Nadie miró sus ropas, nadie comprobó qué había en la escarcela, nadie se molestó en leer su pasaporte...; todo lo enterraron con el peregrino desconocido.

Pero quiso la divina Providencia que al devoto y humilde obispo se le dispensara mejor enterramiento, e hizo que todas las noches apareciera sobre su tumba un difuso resplandor que, tras varios días de discusiones, obligó a las autoridades a exhumar el cadáver. Hiciéronlo, y se sorprendieron de que, misteriosamente, oliera a santidad. Luego observaron sus pertenencias, y gracias a los documentos que llevaba pudieron saber quién era; y miraron en su escarcela, y allí estaba la paletilla de San Andrés con su etiqueta identificativa en perfecto estado. La reliquia ha permanecido desde entonces en Estella, y San Andrés fue proclamado patrón de la ciudad en 1626 (el obispo griego había llegado con el omóplato en 1270).

No tenemos noticias, aunque sí algunas sospechas, de cómo la concha de Venus llegó a simbolizar la visita a la mar Océana. Tampoco sabemos con certeza cómo la fama de San Andrés, con o sin paletilla, llegó a los nórdicos confines de la vieja Iberia; pero cierto es que llegó, y allí, sobre las escarpadas pendientes que el Cantábrico socava con sus olas estruendosas, levantaron un pequeño santuario. San Andrés, el primero de los discípulos de Jesús, el pescador, el hermano de Simón-Pedro, es humilde, así que, en principio no se sintió molesto por la pequeñez del santuario ni por lo apartado que quedaba de las zonas más pobladas. No obstante, tras el descubrimiento de la tumba de Santiago y de ver cómo el mundo entero parecía dirigirse a Compostela, se sintió un tanto deprimido.

Un buen día, Andrés se levantó con ánimos renovados y decidió acercarse a Compostela por ver qué tenía aquella tumba que no tuviera la suya. Allí vio la riada de devotos que se postraban ante los pies de su amigo, el apóstol Jacobo, y se preguntaba por qué, por qué unos tanto y otros tan poco, por qué todos caminaban hacia Santiago y a su santuario de Teixido no iba nadie. San Andrés reemprendió meditabundo el camino de regreso, y Cristo, apiadándose de él, se le apareció y le preguntó por sus cuitas:

- Señor -dijo San Andrés-, tu sabes que yo fui tu primer discípulo, ¿por qué haces que el santuario de Jacobo sea tan visitado y al mío no se acerque nadie? ¿No crees que ambos podríamos repartirnos los devotos de una forma más equitativa?

Jesús le miró de arriba abajo, vio su tristeza infinita y se apenó de él. Así que, pasados unos segundos, le dijo:

- Tienes razón Andrés, tu fuiste mi primer discípulo y no es justo lo que está ocurriendo. Por eso, quiero que tu santuario sea también concurrido, y a aquel que no quiera visitarlo vivo, lo obligaré a visitarlo después de muerto...

Y dicen que la orden se cumple desde entonces, y por eso, cuando uno se acerca al santuario, puede observar a numerosos animales que en forma de culebras, lagartos, ranas, sapos o comadrejas caminan hacia allí. No los maltratéis, ni los piséis: son almas en pena que no pudieron acercarse en vida hasta la modesta capilla de aquel pescador de hombres, primer discípulo de Jesús, martirizado en Patrás y cuya paletilla izquierda forma parte de las reliquias del camino, y que acuden ahora, reencarnados en cuerpo de alimaña. Y si estáis lejos y no tenéis pensado visitar San Andrés de Teixido, pensároslo mejor, porque la leyenda es muy clara, y fue el mismo Jesucristo quien lo dijo: a San Andrés de Teixido vai de morto quen non foi de vivo.

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