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Cae el telón, cae la lluvia, todo acaba.
Mañana, cuando amanezca, será otro día.
Pero ahora, sólo nos queda Santiago,
empapada de lluvia,
con su granito cubierto de verdín,
y sus calles vacías.
Llueve en Santiago.
Y la lluvia es arte
-dicen-.
O, más bien, soledad.
La soledad de Fonseca,
de la catedral,
de las calles mojadas.
Y las torres de las iglesias confundiéndose, entre brumas, con las chimeneas.
Allí, el color de un reflejo
calienta una humedad cumplida.
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Aquí Santiago,
Compostela,
los viejos soportales
y las patas de oca que nada indican.
El cantero pica la piedra,
como antaño.
¡Ah, los viejos recuerdos se apoderan de mi mente!
¡No, no. Fuera!
Las marías,
el mercado,
los veinticuatro de la Puerta Santa,
la Quintana vacía.
Y, al otro lado, el Apóstol que espera.
Serán sólo once años.
Será una vida.
Lloverá
y las calles seguirán mojadas.
Y, tal vez, el valleinclán de bronce,
sentado en su banco,
seguirá mirando
las torres de Compostela,
indiferente al tiempo.
Pero, de pronto, el sol, un rayo de sol... dorado.
Y se ve la luna,
menguando,
sobre la barroca fachada.
Y una mano dibuja,
con trazo firme,
los contornos que antaño pintara Casas Novoa.
Sí, sobre el hastial, la luna...
Abajo, losas de granito
donde los maestros gritan consignas,
frente al viejo hospital.
Llueve en Compostela.
Sus calles mojadas seguirán ahí
porque once años no es nada...
para ellas.
¿Nosotros?
Nosotros… ¡qué importa!
Nosotros somos la nada.
(31 de diciembre de 2010. Texto y fotos de José Cerdeira)