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Conchas de vieira recogidas en la zona de Nápoles, Italia. Foto: Ellensshells. |
8.2.- Pectus Iacobeus. Según
algunos, esta leyenda explicaría por qué la vieira se convirtió en uno de los
símbolos más característicos del peregrino devoto de Santiago. Del milagro se
cuentan numerosas versiones; aquí procuramos no alejarnos demasiado de la
recogida por el profesor Filgueira Valverde en Alcobaça, versión que hace
referencia a un sitio tan querido como es Bouças, aunque, para el profesor, el
nombre se refiera a una montaña. Digamos pues que el milagro ocurrió en la ría
de Vigo, quizá frente al actual barrio de Bouzas, en donde contraían matrimonio
los hijos de unos ricos potentados portugueses. Pero, teniendo en cuenta que la
misma historia aparece también por las tierras del Douro, tierras a las que
pertenecían los novios, bien podría haber ocurrido algo más al sur, allende las
aguas del Miño.
Bien, como hemos dicho, se trataba de una
boda. Los novios acaban de contraer matrimonio y, nada más acabada la pomposa
ceremonia nupcial, tal como entonces era costumbre por aquellas tierras, novios
e invitados se dirigieron a la playa próxima para continuar la fiesta con la
recitación de poemas, cantos de trovas y músicas festivas. También era
costumbre que los caballeros presentes se dedicasen a bafordar, es decir, a tirar al aire sus lanzas para, cabalgando
tras ellas, intentar recogerlas antes de que cayeran sobre la húmeda arena. En
esta competición participaba también el novio, que se divertía con el resto de
los invitados.
Pero quisieron las circunstancias, o la
Divina Providencia, quién sabe, que en aquel momento pasara frente a la
concurrida playa, camino de Iria Flavia, la barca que conducía los restos
mortales del apóstol Santiago. El sol estaba todavía alto y la mar estaba
encalmada. Los caballeros lanzaban, perseguían, agarraban sus largas picas una
y otra vez: el padre, el tío, padrino...
Y todo transcurría con feliz normalidad, hasta que el novio, como
trastornado por incógnitos motivos, tiró su lanza para, en vez de correr tras
ella, dirigirse con su caballo hacia las frescas aguas de la playa, hacia
aquella barca desconocida que navegaba empujada por el viento y mecida por las
olas.
Nadie se explicaba el hecho. Todos a una
llamaban al caballero pidiéndole que regresara. Pero él seguía, sin mirar atrás
siquiera, dejando una estela de blanca espuma, sumergiéndose más y más en lo
profundo de las aguas. Y llegó un momento en que los asustados amigos, y la
aterrorizada novia, perdieron de vista al jinete, y sólo podía observarse el
débil remolino que iba formándose en la superficie del agua por encima de aquel
caballero al que se suponía ahogado.
Desde el pequeño navío, unos hombres de
tez morena y nariz puntiaguda observaban también la blanca estela, pero sus
caras eran más relajadas, y sus miradas chispeaban de rara felicidad. El
remolino se acercó a la barca, empezó a crecer y las aguas comenzaron a
burbujear mientras se adivinaba la aparición del jinete submarino. Pronto fue
posible ver su cabeza, y sus hombros, y la enjaezada montura que ahora lo transportaba
trotando por encima de las aguas. Las caras de los invitados a la boda se
habían quedado como petrificadas. Los ojos de la novia, grandes y redondos como
platos, no osaban ni pestañear. Los tripulantes de la barca parecían ser los únicos
relajados, los menos sorprendidos de ver a caballo y caballero, completamente
recubiertos de conchas de vieira, paseando misteriosamente por encima de las
olas. El mismo caballero estaba tan sorprendido del hecho que se acercó a los
navegantes y preguntó qué ocurría, que a qué se debían aquellos sucesos
inexplicables. Y desde la barca le sonrieron amablemente, y hablaron de la omnipotencia
del Señor y de la presencia de los restos mortales del discípulo amado por
Cristo Jesús; y el novio, que no había entendido nada, dejó de preguntar.
Luego, los portadores del cadáver del
primero de los mártires apostólicos siguieron su camino hacia la más bella y
amplia de las rías gallegas, en cuyo fondo pretendían desembarcar los restos
santos; y el novio, caballero en su caballo, caminó sobre las suaves olas del
mar Atlántico hasta la playa. Los invitados saltaban de alegría y asombro
mientras la joven esposa corría para abrazar al marido escondido tras el tupido
manto de conchas de vieira. Y todos supieron que aquel milagro era obra del
Apóstol, y que la vieira protectora, que había impedido a caballo y caballero
morir ahogados, no podía ser sino el símbolo del Apóstol Peregrino.
Esta es la leyenda, o una de sus
versiones, pues muchas son las que se conservan. Y unos la contaron a otros, y
la conoció todo el pueblo, y pronto se extendió por las tierras de Galicia, y
más allá hasta las tierras de Castilla, Francia y la Cristiandad toda. Todos
supieron que los tripulantes de la barca eran aquellos Atanasio y Teodoro que
fueron enterrados con el Apóstol en los bosques de Libredón, y todos convinieron
en que la vieira era un símbolo del Apóstol, y ya nadie viaja a Compostela sin
colgar una de su cuello o vestimenta.
Como hemos visto, la vieira se impuso como
símbolo jacobeo desde muy pronto. Recordemos sino el texto del Calixtino donde
se nos muestra el conocimiento que de ella se tenía en Italia Central ya al
principio del siglo XII:
Corriendo el año mil
ciento seis de la encarnación del Señor, a cierto caballero en tierras de
Apulia se le hinchó la garganta como un odre lleno de aire. Y como no hallase
en ningún médico remedio que le sanase, confiado en Santiago Apóstol dijo que
si pudiera hallar alguna concha de las que suelen llevar consigo los peregrinos
que regresan de Santiago y tocase con ella su garganta enferma, tendría remedio
inmediato. Y habiéndola encontrado en casa de cierto peregrino vecino suyo,
tocó su garganta y sanó, y marchó luego al sepulcro del Apóstol en Galicia...
El milagro, además de documentar esa
temprana utilización de la vieira como símbolo peregrino, nos la muestra
también como objeto de devoción, con una utilización más o menos milagrera.