viernes, 21 de marzo de 2014

Sofía Casanova entrevista a León Trotski

Cuando hace cuatro días me decidí en secreto de mi familia a ir al Instituto Smolny, una nevada densa y callada caía sobre San Petersburgo. Deseaba y temía ir -¿por qué no confesarlo?- al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno popular. Como no me atrevía a ir sola, ni otra persona alguna hubiera querido acompañarme, dije a la fiel gallega, inseparable nuestra en estas penalidades, que viniera conmigo, pero sin descubrirle el objeto de nuestra salida...

Obscuras las calles, resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a aquella hora –cinco de la tarde-, tras muchos tumbos hallamos un iswostchik, somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la dirección que le daba y puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces y más lobregueces de barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que sobresale de casucas y callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle y el de entrada principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro tiempo donde esperan los automóviles del personal gubernativo. Los guardias de la entrada, paisanos armados, caliéntanse en una hoguera. Me preguntan adónde voy; respondo que voy a ver al comisario Trotsky y me señalan con franco ademán la escalinata.

Penetro en el edificio, y en la sala contigua a un vestíbulo, donde se desparraman grandes paquetes de papel, veo sentados en torno de una mesa dos marineros, tres soldados y dos jóvenes judías, que escriben. Repito mi demanda de ver a Trotsky -ministro de Negocios Extranjeros, que es el más interesante de los compañeros de Lenin-, y sin más requisitos nos entregan dos pedacillos de papel timbrado con el número del cuarto donde el compañero Trotsky trabaja. Ruego que me indiquen el camino de aquel piso tercero y aquel número 67, y merezco la deferencia a la muchachita judía Sarah Ivanova de que nos conduzca ella misma a los pisos altos. Son muchos los escalones, y a cada uno que subimos auméntase el pánico de Pepa que, aterrados los ojos, el mantillín caído sobre la frente, me dice en gallego cerrado:

-¿A dónde me leva, señora? Mire que aquí nos matan, a canalla está muy armada; a min me tembla o pulso.

Nos dejó Sarah junto a una puerta, donde la Guardia roja hacía centinela, y mientras pasaban mi tarjeta a Trotsky dialogué con «la canalla muy armada» que allí había. Les había anunciado la judía que éramos españolas, y cuando uno de aquellos proletarios me dijo que había leído cosas de España, y fijándose en Pepa habló con calor de las mujeres de mi país, oíselo apagándose la luz eléctrica y lanzó un grito Pepa, agarrándose a mí espantada. Fue un momento de pintoresca emoción, volvió la luz, se abrió la puerta, y el soldado correcto, que había llevado mi tarjeta, dijo:

-Les ruego que pasen.

Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda; en un gabinete chico, nos esperaba Trotsky. Me rogó que tomara asiento en el único sillón de la estancia, frente a él, junto a una mesa de despacho. Indicó a Pepa el sofá, que completaba el sobrio mobiliario, y con voz agradable se expresó así en francés:

-Conozco España; es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la Policía comme de raison me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a la sazón en un Sanatorio; sentí dejar España.

Nuestra política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino emprendido.

-¿Pero la actitud de las potencias de la Entente es inquietante?- indiqué.

Veló con los cansados párpados su aguda mirada Trotsky, y en vano esperé una respuesta o un comentario a mi frase. Conversamos aún, rozando los asuntos, sin ahondar en ellos y con sencillez me dijo al despedirnos:

-Me alegro haber conocido a usted y por su conducto envío un saludo a España.

Volvióse a su asiento, y su cabeza se inclinó sobre los documentos allí reunidos.

¿Es simpático Trotsky? No es atractivo. Acentúa su tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino. No se revela en él ni la voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irremplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental.

En el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel que existía en el Palacio de la Duma. En el Instituto Smolny es todo plebeyamente democrático, y los feroces marineros de Kronstadt, confundidos con la guardia roja, no desdicen de los fríos muros, de las salas desamuebladas, donde funcionan como árbitros de San Petersburgo. Impresionan y desasosiegan el Instituto Smolny, y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales arma sus manos con el ensañamiento demoledor.

Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?

Sólo la bandera blanca de la paz, que estos hombres levantan, da el alivio de una esperanza a nuestra angustia de desterrados. ¡La paz!, la paz, y luego... ¿qué ocurrirá en las regiones de Rusia dispersas y sin tradición de independencia? Aquella hoguera llameando sobre la nieve a la entrada del Instituto Smolny me parece un símbolo del porvenir: ¡Incendio en las estepas invernales!


ABC 1917: Sofía CASANOVA. San Petersburgo

viernes, 14 de marzo de 2014

Sofía Casanova: entre Galicia y Polonia

A finales de abril, la viajera y enxebre Orde da Vieira se va de excursión a Galitzia. Sí, a esa otra Galicia que se extiende al norte de los Cárpatos, alargándose suavemente entre Polonia y Ucrania, entre Cracovia y Lviv. Allá nos vamos a encontrarnos con numerosos gallegos de los que os queremos hablar. Una de ellas es aquella cronista de guerra llamada Sofía Casanova, gallega y residente en Polonia, que fue capaz de transmitirnos, a través de ABC, todos los horrores de la primera guerra mundial y de la propia revolución rusa. Copiamos la breve biografía escrita por Rosario Martínez para el ABC del 08 de noviembre de 2013.


Casanova, corresponsal frente al horror
Sofía Casanova, en 1916, vestida de enfermera de la Cruz Roja


«Mis papeles son insustituible material histórico de la catástrofe que me arrolla». Así se expresaba la coruñesa Sofía Casanova en vísperas de la toma de Varsovia por los alemanes, en el verano de 1915, resistiéndose a ser evacuada. Era la corresponsal de ABC en la I Guerra Mundial, y se estaba jugando la vida en la capital polaca porque creía que su testimonio sería útil para la historia. La historia, en cambio, ha menospreciado su esfuerzo.

A unos meses de que se conmemore el centenario del comienzo de la Guerra que desde 1914 asoló a Europa, nos parece de justicia recordar a la mujer que contó a los lectores de ABC el desarrollo de la contienda en el frente del Este.

La gallega se había casado en 1887 en Madrid con Wincenty Lutoslawski, filósofo, profesor, hombre de gran talento e hijo mayor de una familia terrateniente polaca, y los lazos de ese matrimonio –sus hijas- la mantuvieron ceñida a Polonia para siempre. Al estallar la guerra, se hallaba en aquel país con su familia, y con ella haría frente a aquel horror.

Poeta, narradora e incluso autora de teatro, fue contratada por ABC en el año 1915 como corresponsal en Varsovia, y escribió para el diario madrileño hasta poco después de la invasión del territorio polaco por el ejército nazi. No era fácil ni usual para una española hacer frente a tal oficio, pero a ella le sobraba experiencia literaria, decisión y coraje para ello; además, dominaba varias lenguas. Era una mujer valiente, contaba con fuentes extraordinarias de información en el país, y tenía mucho por que luchar, muchas cosas que decir.

Fue una pionera: la primera mujer corresponsal de guerra, de forma permanente, en el extranjero. Antes, la escritora Carmen de Burgos había cubierto la guerra de Marruecos, pero sólo durante unos meses. Para Sofía, el conflicto de 1914 sólo sería el primero: vendrían después la Revolución rusa de 1917, las guerras por las fronteras de la Polonia restituida y la más exterminadora, la de la ocupación nazi. Realmente, la gallega se quedó atrapada entre confrontaciones para siempre, pasando sus últimos días aislada de España y de Occidente tras el telón de acero. En su tierra adoptiva, concretamente en Poznan, moriría en 1958, después de haber visto y sufrido en propia carne los mayores cataclismos que el siglo XX trajo a la historia de Europa. Tenía casi 100 años, y aunque estaba casi ciega, seguía anotando sus impresiones con la ayuda de un cartoncillo que le permitía mantener el papel en vertical, cerca de sus ojos.

Sofía realizó un trabajo literario y periodístico ingente, su objetivo era dar a conocer al lector hispano la idiosincrasia del pueblo polaco y difundir sus anhelos de independencia. Alcanzada ésta, narró la construcción del Estado de Polonia, empeño de todo un pueblo y de su élite intelectual. Durante la guerra, y cuando las informaciones de las agencias eran sólo frías notas, la escritora mandaba crónicas del día a día, sin olvidarse de la población civil, de la que ella formaba parte. Denunció la brutalidad de una confrontación en la que se estaban utilizando armas nuevas como las químicas, cada vez más agresivas, y analizó las complicadas circunstancias políticas y sociales que explicaban hechos como el de la Revolución rusa de 1917, de la que fue testigo y víctima en San Petersburgo, adonde había llegado como refugiada polaca. Sin casi teléfonos, con una correspondencia que tardaba semanas o meses en llegar a Madrid, ella se las ingenió para que sus crónicas llegasen a ABC de una forma u otra.
A Sofía Casanova se la conoce muy poco y muy mal. Su nombre está férreamente asociado a su ideología conservadora y a su visceral antibolchevismo, pero su personalidad y su campo de acción va mucho más allá de este cliché. Su pensamiento, la evolución de su mentalidad, sus textos, forzosamente han de estudiarse a la luz de la historia de Polonia, país sobre el que gravitó su intensa vida.

Allí, en un país maltratado y troceado por sus poderosos vecinos, asumió su papel de esposa y de madre, convivió con una familia formada por personalidades de enorme talento y decidido nacionalismo y abrazó con ellos la lucha por la independencia de Polonia, entonces borrada del mapa. Fue una mujer de acción en la paz y en la guerra: en España fundó y presidió el Instituto de Higiene Popular, institución que socorría y asistía a domicilio a mujeres indigentes. En Polonia, como enfermera voluntaria en un hospital de la Cruz Roja de Varsovia, se volcó en socorrer a los soldados gaseados y a los heridos del frente. Visitó las trincheras de las tropas aliadas, que describió con horror, denunció espantada las armas químicas y, refugiada en Rusia, hasta entrevistó a Trotski en el Instituto Smolny. También sufriría las dolorosas consecuencias del terror rojo en San Petersburgo, especialmente el cruel asesinato de sus dos jóvenes cuñados a manos de los bolcheviques.

En su época llegó a ser una mujer importante por su cultura, su trabajo literario y su atención a los más desfavorecidos. Miles de personas la aclamaron en las calles de Coruña, su tierra natal, a su vuelta del infierno, en 1919. Fue nombrada Académica de Honor de la Academia Galega, le fueron concedidos galardones como la Gran Cruz de la orden civil de Beneficencia y la de Alfonso XII, e incluso se pidió para ella el Premio Nobel.

Su obsesión, su sueño, ya Polonia restituida, era unir a sus dos patrias mediante el conocimiento mutuo y el establecimiento de instituciones que favorecieran el intercambio político, comercial y cultural de los dos países. Contribuyó a ello con su trabajo, explicando a sus lectores las dificultades y los logros que el pueblo polaco iba consiguiendo en la tarea ingente de construir el Estado, a partir de su independencia, y dio a conocer a los poetas, artistas, intelectuales y líderes de su segunda patria.

Sus crónicas reflejan esa acción. En ellas Sofía Casanova denuncia injusticias y el atroz sufrimiento de la población civil, el exilio de las masas de refugiados que caminaron como ella hacia el interior de Rusia, huyendo desesperadamente del enemigo, y no se cansa de señalar a la guerra como la mayor de las inmoralidades. Muy adelantada a su tiempo en la forma de entender la información, supo transmitir al lector aquella maraña de acontecimientos y dificultades.

Ahora el Instituto Polaco de Cultura en Madrid, en Casa del Lector, toma la iniciativa de recordar a una mujer que, a pesar de ser tan valiosa, ha quedado casi en el olvido. ABC, el periódico que fue plataforma, tribuna de su palabra, y su querida Polonia le hacen justicia.

miércoles, 12 de marzo de 2014

miércoles, 5 de marzo de 2014

Hoy recordamos el nacimiento de Alfonso Graña, el gallego que llegó a ser rey de los jíbaros


Graña, a la derecha, en Iquitos, con los jíbaros y las hijas de su amigo Cesáreo Mosquera

Hace hoy 136 años nacía en la pequeña aldea de Amiudal, cerca de Avión, en la provincia de Orense, Ildefonso Graña Cortizo, que sería más conocido como Alfonso Graña. Como muchos de los vecinos de su aldea, Alfonso emigró a América, donde se convertiría en un mito, en un "cacique" jíbaro al que Víctor de la Serna denominó Alfonso I de la Amazonia. Recogemos aquí un artículo de Álvaro Otero, publicado en El País, que os agradará leer. Podéis ver también el ameno documental de rtve titulado "O rey dos xíbaros" o ampliar información en el extracto del libro de Fernández Sendín sobre nuestro paisano Alfonso de Amiudal.
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Aventurero y audaz, Alfonso Graña fue uno de tantos gallegos que emigraron en busca de fortuna. Pero su historia es de cine. Empezó como cauchero en Iquitos (Perú), y cuando murió, en 1934, se había convertido en el rey Alfonso I y reinaba sobre 5.000 indios jíbaros del Amazonas.


Partió analfabeto y aprendió a leer y a escribir en la selva, donde nadie leía y escribía. Las tribus jíbaras huambisa y aguaruna del alto Amazonas, conocidas por guerrear sin pausa y reducir las cabezas de sus enemigos, ejecutaban sus órdenes con respeto y cierta reverencia, pues aquel hombre blanco, inmune a las fiebres, al veneno de las tarántulas o a la furia de los rápidos, parecía a veces inmortal. Como el Kurtz de Conrad en El corazón de las tinieblas, también vivía río arriba, en compañía de los salvajes. He ahí, no obstante, la única coincidencia con el personaje literario. Graña fue un Kurtz bueno que falleció de muerte natural en algún remoto lugar de la jungla. Una desaparición recogida por grandes periódicos de la época y evocada, como antes lo había sido su vida, por escritores y científicos de una II República española que también pronto moriría.


En una casucha derruida de la parroquia orensana de Amiudal, perteneciente al Ayuntamiento de Avión, célebre por ser la patria chica de acaudalados emigrantes como el magnate de la prensa mexicana Mario Vázquez Raña, hay una lápida con la siguiente inscripción: "Casa natal de Alfonso Graña, rey de los jíbaros".
"Está por ahí arriba", dice un anciano señalando las ruinas con su bastón. Y añade, mirándome con curiosidad: "De vez en cuando vienen algunos fanáticos a verla". En su lugar natal no parece despertar demasiado entusiasmo la figura de Alfonso Graña, pero lo cierto es que comienza a cobrar caracteres de mito gracias a un puñado de entusiastas investigadores que desde hace unos pocos años se afanan en recabar información sobre uno de los personajes más fascinantes que haya dado la emigración gallega. Un hombre que, partiendo de una aldea misérrima de la Galicia del siglo XIX, llegó a dominar sobre miles de indios amazónicos y a ser respetado por quienes le conocieron o supieron de él.
Maximino Fernández Sendín, ovetense de padres gallegos y apasionado biógrafo de Graña, afirma en su libro Alfonso I de la Amazonia. Rey de los jíbaros que "a finales del siglo XIX emigra a las Américas, recala en Belén de Pará y un tiempo después se traslada a Iquitos (Perú), donde está documentado que se encuentra en 1910 y trabaja en distintos oficios, incluido el de cauchero".
En Iquitos, próspera ciudad amazónica gracias a la industria del caucho, reside Alfonso Graña durante una década y traba profunda amistad con otro personaje de novela: Cesáreo Mosquera. Originario de una parroquia cercana a Amiudal, Mosquera era un ferviente republicano que había hecho la guerra en Filipinas antes de asentarse en la capital del departamento peruano de Loreto, donde había formado una familia y fundado la célebre librería Amigos del País, verdadero centro de reunión de una colonia española que acudía allí para enterarse de las últimas novedades de la patria y leer con fruición las novedades del Ya o El Sol.
Pero la prosperidad de Iquitos comienza a tambalearse con la caída de los precios del caucho natural en los mercados internacionales. Esta crisis se vuelve virulenta alrededor de 1920, y es entonces cuando Alfonso Graña se adentra río arriba en busca de nuevas oportunidades. Hay varias versiones sobre cómo acabó contactando con los jíbaros, pero muchas coinciden en que hubo un enfrentamiento con los indígenas durante el cual el hombre que le acompañaba murió y Graña se salvó de correr la misma suerte porque "se encaprichó con él la hija del jefe de la tribu", según uno de los testimonios recogidos por Fernández Sendín.
A Graña, alto y delgado, la apostura le venía de familia, conocida en la remota aldea natal por el apodo de Los Chulos. Le gustaba -quizá herencia del padre, sastre- vestir elegantemente, y se tocaba con unas gafas redondas que le daban un aire intelectual. Esa imagen, al parecer, le libró de morir a manos de los feroces jíbaros, y su audacia e inteligencia le servirían para suceder a su suegro a la muerte de éste.
Lo cierto es que Graña desapareció en los confines de la selva sin que ni siquiera su gran amigo librero tuviera noticias de él, pero cuando vuelve a aparecer lo hace de forma espectacular. El periodista y escritor Víctor de la Serna, el primero que utilizó el sobrenombre de Alfonso I, Rey de la Amazonia, y quizá la persona que más contribuyó a ensalzar la figura de Graña en la España republicana, describió así el momento: "Al cabo de unos años se supo por unos indios jíbaros, de la tribu de los huambisas, que allá por la gigantesca grieta que el Amazonas abre en el Ande, hacia el Pongo de Manseriche, vivía y mandaba un hombre blanco. Graña era el rey de la Amazonia. Y entonces un día, hacia Iquitos, avanzó por el río una xangada con indios jíbaros, muchas mercancías (…) y Graña. Lo reconocieron sus amigos y, sobre todo, con doble alegría, Mosquera".
"Los indígenas lo adoraban y seguían a todas partes", cuenta el editor y escritor Gonzalo Allegue, precursor en el redescubrimiento de este personaje. "En la ciudad les curaba las úlceras de las piernas, les cortaba el pelo, les invitaba a helados y los llevaba al cine. Por las tardes, los huambisas se vestían de frac y sombrero de copa de los masones de la colonia española y salían a pasear en el Ford 18 descapotable cedido por Cesáreo Mosquera".
Más allá de estos divertimentos, Graña acudía a la ciudad para hacer negocios y después se iba. Aparecía una o dos veces al año con las balsas cargadas de carne curada, pescado salado, monos, venados, bueyes y tortugas, siempre rodeado de jíbaros que mostraban a las asombradas hijas de Mosquera las tzantzas o cabezas reducidas. Nadie sabía dónde vivía exactamente, pero se movía sobre todo en el entorno del Pongo de Manseriche, el terrible rápido a 10 jornadas enteras de canoa, río arriba, desde Iquitos.
"Diez kilómetros de violentos remolinos, rocas, torrentes…". Así describe Mario Vargas Llosa el Pongo en su novela La casa verde. Con el tiempo, la gente fue relacionando la ascendencia de Graña sobre los jíbaros, entre otras cosas, con su capacidad para atravesarlo sin siquiera amarrarse a las balsas, como un loco inmortal llegado de otro mundo. No es para menos, porque el Manseriche, donde las aguas del Marañón se encajonan en un angosto cañón rocoso de sólo 25 metros de ancho y acaban precipitándose sobre una piedra de 30 metros de altura, era y sigue siendo un infierno de remolinos que se traga decenas de hombres y barcos de gran porte.
Sólo los jíbaros más valientes se atrevían a navegar el Pongo… y Graña. Según cuenta Allegue en su libro Galegos: as mans de América, cruzaba la torrentera agarrado tan sólo a su pértiga y encomendándose a voz en grito al padre Rafel Ferrer, un sacerdote español que 100 años antes había muerto en el río y cuyo espíritu, según el gallego, le protegía. Graña, además, había enseñado a los indios a aumentar la producción de sal, indispensable para curar el pescado y la carne, y se empleó a fondo para reducir los conflictos entre aguarunas y huambisas utilizando sus dotes de persuasión y su capacidad de mando.
Su fama, con el transcurrir de los años, fue creciendo. Mosquera, que, a pesar de haber aprendido a leer ya mayor, tenía una irrefrenable pasión de cronista, le sentaba delante de él cada vez que llegaba, le instaba a contarle sus aventuras y, mientras tanto, reproducía su cháchara tecleando compulsivamente en su vieja máquina de escribir. Esas páginas, redactadas con fluidez y gracejo, cuajadas de faltas de ortografía y expresiones en gallego, representan hoy un testimonio clave para comprender la vida de Graña, su relación esporádica con la civilización y su posterior contacto con uno de los proyectos científicos más ambiciosos de la II República.
"Acaba de llegar aquí nuestro paisano Alfonso Graña de su tribu del río Santiago y Marañón con indios huambisas trayendo una balsa con mucha metralla para vender aquí", consigna en uno de esos escritos. "Animales y aves curados y ahumados, parece un necroterio (sic), que diría Darwin". "Ya nos retratamos y todo con ellos", añade en otro, "y hasta con la cachola de una mociña que han escamochado saben ellos por qué".
La autoridad de Alfonso Graña sobre ese vasto territorio selvático se consolida con el tiempo y llega incluso a oídos de los hombres más poderosos del planeta. "Cuando en 1926 la Standard Oil [la petrolera propiedad de los Rockefeller] quiso explotar los supuestos pozos petrolíferos del alto Amazonas", relata Lois Pérez Leira, responsable de migración de la Confederación Intersindical Galega y otro precursor en las investigaciones sobre el personaje, "tuvo que pactar con Graña, y gracias a él pudo hacer los sondeos". Sólo Graña podía evitar que las tribus atacasen a los expedicionarios, sólo él podía proveerlos de víveres y, lo que es más importante, sólo él conocía dónde brotaba el petróleo de la tierra con la misma naturalidad que el agua de una fuente.
Mientras tanto, Cesáreo Mosquera se entera por un artículo de Víctor de la Serna de que el famoso aviador republicano Francisco Iglesias Brage lidera en España una denominada Expedición Iglesias al Amazonas, con el apoyo del Gobierno y de intelectuales de la época como Gregorio Marañón o Ramón Menéndez Pidal. Sin pensárselo dos veces, y aún incrédulo, Mosquera le escribe a Brage: "Supongo que es una broma [la noticia], pero si no lo es, aquí estamos Graña y yo".
El aviador, famoso por hazañas como su vuelo sin escalas de Sevilla a Salvador de Bahía en 1929, le contesta de inmediato y a partir de ese momento el librero y su amigo Graña se convierten en entusiastas colaboradores del proyecto. Mosquera escribe decenas de cartas a Brage con datos preciosos para los preparativos de la expedición, "entrevista" compulsivamente a Graña cuando éste se acerca a Iquitos sobre todo de tipo de aspectos relacionados con la vida en la selva -costumbres de los indios, distancias, fauna, formas de las embarcaciones- e incluso inquiere a los jíbaros -con la ayuda de un sospechoso ahijado de Graña, de gran parecido con éste, que hacía de traductor- sobre la técnica para reducir cabezas o los efectos de la ayahuasca, la planta "que no se toma para curar, sino por soñar".
Víctor de la Serna comienza a hacerse eco del poder de Graña en los periódicos y revistas de la época, mientras la Expedición Iglesias al Amazonas alcanza velocidad de crucero. El 16 de junio de 1932, las Cortes elaboran una ley para darle el definitivo impulso y se inicia la construcción del Ártabro, un buque especialmente diseñado a tal efecto que contenía desde un laboratorio hasta pequeños aviones de alas plegables con los que realizar las exploraciones.
Mientras tanto, Mosquera, que seguía al dedillo la evolución del proyecto, no sólo se limita a enviar datos por escrito, sino que le hace llegar a Iglesias Brage todo tipo de material traído por Graña: botellitas con agua del río, con petróleo, monos ahumados, paujiles, paiches, capullos de crisálida y decenas de fotografías realizadas por el gallego selva adentro. Víctor de la Serna divulga sin descanso los trabajos. El filósofo Ortega y Gasset se suma al patronato de la expedición y es entonces cuando, de nuevo en el Amazonas, un suceso acaba por asentar definitivamente el reinado de Alfonso Graña.
Todo comienza cuando en 1933 un avión de combate de las Fuerzas Aéreas peruanas que participaba en la guerra entre Perú y Colombia se estrella en plena selva. Fallece el piloto, y el mecánico queda malherido. Los indios, comandados por Graña, localizan los restos del aparato y salvan la vida del herido cuidando de él toda la noche.
Fue entonces cuando Graña toma una decisión con la que alcanzaría una fama imperecedera. Embalsama el cadáver con la ayuda de los indígenas, ordena recoger los restos del hidroavión y los embarca junto al ataúd en una balsa. En otra, monta un segundo avión de la misma cuadrilla que había sufrido desperfectos tras el amerizaje de emergencia, aunque sin víctimas. Y con esa frágil flota se dispone a hacer lo que parecía imposible: cruzar el Pongo de Manseriche.
Con ayuda o no de su espíritu protector, lo cierto es que logra su objetivo, y más de una semana después llega a Iquitos, donde le recibe una multitud impresionada ante la valentía de ese hombre que se había jugado la vida para entregar el cadáver a la familia del piloto. Una familia de gran alcurnia que, agradecida, contribuyó sin duda a que poco después el Gobierno peruano reconociese oficialmente la soberanía de Alfonso Graña sobre el territorio jíbaro y la explotación de sus salinas. Alfonso I, Rey de la Amazonia había dejado de ser el apodo acuñado por Víctor de la Serna para convertirse en una realidad. Aquel piloto se llamaba Alfredo Rodríguez Ballón, y el aeropuerto de la ciudad peruana de Arequipa lleva hoy su nombre.
Alfonso Graña no pudo disfrutar mucho de su gloria. El misterio de la causa y el momento de su muerte se mantendría hasta que Maximino Fernández localizó una carta firmada por Luis Mairata, un español residente en Iquitos, y enviada al capitán Iglesias Brage en diciembre de 1934: "Le supongo enterado de que el pobre Graña murió el mes pasado", dice, "cuando se dirigía a su fundo del Marañón. El pobre padecía cáncer de estómago y no tuvo remedio".
Murió en plena selva, y nunca se localizó su cadáver. Su gran amigo Cesáreo Mosquera se había marchado el mes de junio de ese mismo año a España, con intención de quedarse. De la Serna le dedicó en enero de 1935, en el periódico Ya, un inspirado obituario: "Detrás de su alma en tránsito", escribió; "detrás de su alma simple, como la de una criatura elemental, la selva se habrá cerrado en uno de esos estremecimientos indecibles del cosmos vegetal". Poco después, la Guerra Civil se llevó por delante, entre tantos sueños, el de la Expedición Iglesias al Amazonas. Y casi se lleva también a Mosquera, que, republicano confeso, huyó a Portugal, y de ahí, de nuevo, a Brasil. Nunca regresaría a España. Murió en Iquitos en 1955. Hoy, su librería sigue ahí, aunque con el nombre cambiado. Se llama Tamara.
  / eL pAÍS