Nicola Albani: Viaje de Nápoles a Santiago de Galicia |
6.9.- Los siglos XVIIII y XIX.- Nada
nuevo hay en estos siglos. El cuerpo del Apóstol sigue desaparecido y aunque
las peregrinaciones no han cesado, ni mucho menos, tampoco son lo que eran.
Nicola Albani está en Compostela en un lluvioso noviembre de 1743 y nos cuenta
que, en esos días, llegaban al Hospital Real unos treinta o cuarenta viajeros
diarios. Esa es todavía una cantidad importante, pues nos daría la cifra de
unos mil viajeros para un mes de poca afluencia como es noviembre, y contando
sólo los acogidos en el Hospital Real.
Unos años antes que Albani había llegado
el tantas veces citado peregrino francés Guillermo Manier que, aunque no
siempre bien informado, nos dejó constancia de los numerosos centros de acogida
de peregrinos que aún funcionaban en esa época. En el día de su llegada, Manier
comió pan, sopa y carne en San Francisco; bacalao, carne y pan en los
benedictinos de San Martín; pan y carne en Santa Teresa; pan en los jesuitas y
sopa en Santo Domingo; lo que, como dice Torrente Ballester, no está mal, incluso para un francés.
En el siguiente siglo, el XIX, las cosas
continúan parecidas. La visita más curiosa, de las que nos ha quedado
constancia, es quizá la de George Borrow, un vendedor de Biblias inglés que
recorrió España en misión evangélica. Este visitante, que se hacía llamar don
Jorgito el Inglés, y también don Jorge el de las Biblias, era un viajero culto
que describió magníficamente todo lo que vio, salvo que los ritos y el lujo los
pasa por su natural filtro puritano. La ciudad le pareció muy bella y estimó el
número de sus habitantes en unos veinte mil; describió la catedral, que le
pareció grandiosa, con bellas palabras:
... es casi
imposible, a decir verdad, pasear por sus sombrías naves, oír la solemne música
y los nobles cánticos, respirar el incienso de los grandes incensarios,
lanzados a veces hasta la bóveda del techo por la maquinaria que los mueve,
mientras los cirios gigantescos brillan aquí y allá en la penumbra, en los altares
de numerosos santos, ante los que los fieles, de hinojos, exhalan sus plegarias
en demanda de protección, de piedad y de amor, y dudar de que hollamos una casa
donde el Señor mora con deleite.
Claro que don Jorgito era un puritano de los de verdad, y tras
dejarse llevar durante un rato por sus instintos y admirar la riqueza y belleza
de los ritos compostelanos pronto vuelve a la ortodoxia y remata diciendo que ...el Señor no obstante se aparta de ella;
no escucha, no mira, y si lo hace será con enojo.
Pero este siglo, que había transcurrido
sin grandes novedades hasta 1878, presencia en esa fecha un hecho importante:
el cardenal Payá decide comenzar unas excavaciones en busca de los
desaparecidos restos del Apóstol, y su valentía es coronada con el éxito al
localizar la buscada tumba. El cardenal comunica al Papa León XIII la buena
noticia y, tras el dictamen favorable de tres de los más prestigiosos catedráticos
compostelanos a los que se había encargado el estudio, el Papa anuncia a la cristiandad
que los restos hallados son los escondidos por el arzobispo don Juan de San
Clemente y, por tanto, los del Apóstol Santiago. Así acababa un siglo y
comenzaba otro.