Viéitez, un fotógrafo genial, extraño y solo.
Su obra retrata la figura sin adornos, la sencillez sin aderezos...
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Su obra retrata la figura sin adornos, la sencillez sin aderezos...
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-En las aldeas de la meiga y el ungüento, Virxilio Viéitez encontró la extraña geografía de sus fotos. Fue un gallego errático e intuitivo, un tipo callado con el ojo hecho a todo lo que de extraordinario hay en lo cotidiano. Levantó con un puñado de instantáneas una insólita poética de geografías y gentes, de extrañezas y costumbres, de desamparo y soledades con una intensidad contenida, vibrante, extraña.
Lo dijo Chema Conesa, otro sabio del oficio: «Virxilio es un innovador desde la nada». Y es que el viejo Viéitez no tenía más que instinto, intuición y una cámara Kodak de formato 6x9 que compró en algún pueblo del Pirineo aragonés en 1949. Así empezó todo.
Era un gran artista sin saberlo. Nació en 1930 en Soutelo de Montes (Pontevedra). Tuvo esa infancia dura que ofrecen las aldeas del país de las salamandras -pues aseguraba Cela que en Galicia abundan esas lagartijas alquímicas- y en el comienzo de los comienzos buscó una oportunidad en el tajo. En Santiago de Compostela ponían la primera piedra del aeropuerto y en aquella obra encontró Viéitez acomodo de paleta, con 16 años.
Poco después cambió el paisaje y emigró al Pirineo, donde trabajó en el teleférico. Y algo más tarde, su extraño periplo de buscavidas le llevó hasta Palamós, donde el fotógrafo Julio Pallí le enseñó los secretos del laboratorio y el uso de una cámara.
Viéitez era un gallego replegado hacia dentro que descubrió en la mecánica de aquel artefacto una forma distinta de ver y entender el mundo. Se va fogueando con retratos para los primeros turistas que entran por el flanco de la Costa Brava. Toma el pulso al oficio y desarrolla una extraña estética donde el ser humano lo ocupa todo. La figura sin adornos, la sencillez sin aderezos, el presagio de esa humildad que limita con la nada, con lo anónimo y la nada.
El cosmopolitismo de meseta le duró poco al extraño Viéitez. La enfermedad de su madre le obliga a volver a Soutelo de Montes. Y allí empezó de nuevo. En pocos años estableció su estudio. Las fotografías de carnet y las bodas le dieron sustento. Cambió la Kodak por una Retina y ésta por una Rollei. Emprendió un camino sin compañeros de viaje, ajeno a lo que estaba sucediendo en la fotografía del mundo. Eran los últimos años 50.
A la vez, Robert Frank recorría América buscando la esencia del limo, la vida tal cual, la dentellada de los días en el rostro de las gentes que sobreviven vinculados a la rutina sin más.
Virxilio Viéitez sólo aspiró a ser un buen profesional en su pueblo. Poseía una mirada lúcida, diferenciada. La suya no era la revelación del instante decisivo a la manera de Cartier-Bresson, sino algo mucho más físico, ese momento preciso en el que uno dispara la cámara movido más por una sensación que por una intuición, más por el espasmo de un calambre que por la invocación de un azar.
Los rostros, las expresividades, los fondos naturales, las atmósferas (velatorios, comuniones...) o la actitud de los modelos posando con algún instrumento de su humilde prosperidad -eran los años en que regresaban a las aldeas los que marcharon a buscar fortuna- conformaban las escenas de las inquietantes y profundas imágenes de Viéitez. El secreto estaba en su reveladora austeridad.
En los años 70 tanteó con el color, pero su territorio natural sería y será siempre el blanco y negro. Y en los años 80 decidió abandonar el oficio. Metió sus negativos y contactos en cajas de latón. El genio callado decidía fugarse por la costura de su propio silencio. Pasó el testigo a su hija Keta. Ella se encargó del estudio. El se encargó de borrar sus huellas. Ella desveló el secreto que guardaba el huraño Viéitez en aquellos cofres de metal. Y así supimos que en el país de las salamandras existía un creador poderoso y callado, de ojo directo y encuadre revelador. Aquel al que la editorial La Fábrica le acaba de dedicar -casi póstumo- un Photobolsillo, con algunas de sus mejores instantáneas.
Virxilio Viéitez no es de esos fotógrafos que dan dentelladas secas por robarle un plano a la Historia. Lo suyo fue dejar que el tiempo pasara, ajeno a todo, incluso a sí mismo. En la madrugada de ayer alcanzó la cima de la indiferencia, en su casa de Soutelo de Montes, en la comarca que ha hecho inmortal y que recorría con aquel Seat 1500 que se compró para llevar a la novia de las bodas; o con la Moto Guzzi para la faena discreta de ir por los caminos del musgo a buscar gente, vida, a disparar.
Lo dijo Chema Conesa, otro sabio del oficio: «Virxilio es un innovador desde la nada». Y es que el viejo Viéitez no tenía más que instinto, intuición y una cámara Kodak de formato 6x9 que compró en algún pueblo del Pirineo aragonés en 1949. Así empezó todo.
Era un gran artista sin saberlo. Nació en 1930 en Soutelo de Montes (Pontevedra). Tuvo esa infancia dura que ofrecen las aldeas del país de las salamandras -pues aseguraba Cela que en Galicia abundan esas lagartijas alquímicas- y en el comienzo de los comienzos buscó una oportunidad en el tajo. En Santiago de Compostela ponían la primera piedra del aeropuerto y en aquella obra encontró Viéitez acomodo de paleta, con 16 años.
Poco después cambió el paisaje y emigró al Pirineo, donde trabajó en el teleférico. Y algo más tarde, su extraño periplo de buscavidas le llevó hasta Palamós, donde el fotógrafo Julio Pallí le enseñó los secretos del laboratorio y el uso de una cámara.
Viéitez era un gallego replegado hacia dentro que descubrió en la mecánica de aquel artefacto una forma distinta de ver y entender el mundo. Se va fogueando con retratos para los primeros turistas que entran por el flanco de la Costa Brava. Toma el pulso al oficio y desarrolla una extraña estética donde el ser humano lo ocupa todo. La figura sin adornos, la sencillez sin aderezos, el presagio de esa humildad que limita con la nada, con lo anónimo y la nada.
El cosmopolitismo de meseta le duró poco al extraño Viéitez. La enfermedad de su madre le obliga a volver a Soutelo de Montes. Y allí empezó de nuevo. En pocos años estableció su estudio. Las fotografías de carnet y las bodas le dieron sustento. Cambió la Kodak por una Retina y ésta por una Rollei. Emprendió un camino sin compañeros de viaje, ajeno a lo que estaba sucediendo en la fotografía del mundo. Eran los últimos años 50.
A la vez, Robert Frank recorría América buscando la esencia del limo, la vida tal cual, la dentellada de los días en el rostro de las gentes que sobreviven vinculados a la rutina sin más.
Virxilio Viéitez sólo aspiró a ser un buen profesional en su pueblo. Poseía una mirada lúcida, diferenciada. La suya no era la revelación del instante decisivo a la manera de Cartier-Bresson, sino algo mucho más físico, ese momento preciso en el que uno dispara la cámara movido más por una sensación que por una intuición, más por el espasmo de un calambre que por la invocación de un azar.
Los rostros, las expresividades, los fondos naturales, las atmósferas (velatorios, comuniones...) o la actitud de los modelos posando con algún instrumento de su humilde prosperidad -eran los años en que regresaban a las aldeas los que marcharon a buscar fortuna- conformaban las escenas de las inquietantes y profundas imágenes de Viéitez. El secreto estaba en su reveladora austeridad.
En los años 70 tanteó con el color, pero su territorio natural sería y será siempre el blanco y negro. Y en los años 80 decidió abandonar el oficio. Metió sus negativos y contactos en cajas de latón. El genio callado decidía fugarse por la costura de su propio silencio. Pasó el testigo a su hija Keta. Ella se encargó del estudio. El se encargó de borrar sus huellas. Ella desveló el secreto que guardaba el huraño Viéitez en aquellos cofres de metal. Y así supimos que en el país de las salamandras existía un creador poderoso y callado, de ojo directo y encuadre revelador. Aquel al que la editorial La Fábrica le acaba de dedicar -casi póstumo- un Photobolsillo, con algunas de sus mejores instantáneas.
Virxilio Viéitez no es de esos fotógrafos que dan dentelladas secas por robarle un plano a la Historia. Lo suyo fue dejar que el tiempo pasara, ajeno a todo, incluso a sí mismo. En la madrugada de ayer alcanzó la cima de la indiferencia, en su casa de Soutelo de Montes, en la comarca que ha hecho inmortal y que recorría con aquel Seat 1500 que se compró para llevar a la novia de las bodas; o con la Moto Guzzi para la faena discreta de ir por los caminos del musgo a buscar gente, vida, a disparar.
Atonio Lucas
Publicado en "El Mundo" el 16 de julio
Ver también: http://enxebreordedavieira.blogspot.com.es/2013/03/virxilio-vieitez-en-la-fundacion_17.html