lunes, 13 de junio de 2011

Federico Pomar: Octavo centenario de la catedral jacobea

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En el principio fue una pequeña y modesta iglesia (hecha de piedra y barro), la que se levantó en el año 829 para acoger, cubrir y amparar una cámara funeraria muy singular, que un poco antes había sido venerada por el obispo de Iria, Teodomiro, y por el rey Alfonso II el Casto que, desde Cangas de Onís, en donde por aquel tiempo tenía establecida su corte, acudió presto ante el anuncio, la llamada o la apresurada visita personal del prelado iriense.

Cualquiera que fuese el procedimiento escogido por el obispo o el que le fuera posible, el rey, conocedor del hallazgo, tan pronto pudo se aprestó al viaje. Conocía los monasterios de Sarria y de Sobrado de los Monjes, en Galicia, porque, en distintos períodos de su formación juvenil, había sido educado en ambos. Y por raudo que fuera el desplazamiento, en ellos hizo sus descansos de viajero, según se cuenta. De algún modo, nos dejó constancia de la pronta visita al recién descubierto sepulcro: (su santísimo cuerpo ha sido revelado en nuestro tiempo, acudí acompañado de los magnates de mi palacio a adorar y venerar con gran devoción y súplica tan preciado tesoro, y le adoramos con muchas lágrimas y oraciones, reconociéndole como a Patrón y Señor de toda España). (Diploma real de 4 de septiembre de 829).

Y en ese mismo Diploma, Alfonso II dice que mandó construir una iglesia en el lugar y dispuso su unión a la sede iriense. Ese templo, de una sola nave, bastante más larga de lo que pudiera sospecharse antes de las excavaciones realizadas en el subsuelo de la actual Catedral y de acuerdo con los restos hallados bajo el pavimento de la posterior basílica edificada por Alfonso III, no hay duda de que fue el primer templo construido en la ladera de poniente del Libredón –tal era el nombre de aquella colina donde se encontró tan singular y especial sepultura.

Apenas 50 años después y siendo obispo de Iria, Sisnando, procedente del monasterio de Liébana, el rey Alfonso III, acordó con el prelado la conveniencia de sustituir la edificación de su antecesor por un templo de mayores dimensiones y de más nobles materiales. Entre ellos el mármol, por lo que tuvo su origen todo lo concerniente a las “Arcas marmóricas” en sus diferentes versiones e interpretaciones, más o menos veraces y acordes con la realidad. Las obras se iniciaron de inmediato y se prolongaron hasta el 899, ya que el 6 de mayo del mismo fue consagrada la nueva basílica, con asistencia del propio rey, de la reina, de sus hijos y de 17 obispos, cuyos nombres y sus sedes nos refiere don Mauro Castellá Ferrer en su “Historia del Apóstol Santiago” (1610) y que fueron: Juan de Auca, Vicencio de León, Gomelo de Astorga, Hermenegildo de Oviedo, Dulcidio de Salamanca, Nausto de Coimbra, Argimiro de Lamego, Teodomiro de Viseo, Gumaedo del Puerto de Portugal (Oporto), Jacobo de Cauria, Argimiro de Braga, Diego de Tuy, Egila de Orense, Sisnando de Iria, Recaredo de Lugo, Teodosindo de Britonia y Eleca de Zaragoza.

Esta relación de prelados y de sus respectivas sedes viene a decirnos, si bien implícitamente, que debía ser ya bastante considerable la extensión a la que había llegado la devoción real a Santiago Zebedeo en ese siglo IX. Tan notable concurrencia de obispos a la solemne consagración del nuevo templo, cuando finaliza la centuria, prueba con suficiente evidencia el arraigo de la veneración a los sacros restos hallados.

El altar central del templo nuevo estaba dedicado al Salvador y situado sobre el descubierto –inventiosepulcro del Apóstol, tal y como solía hacerse ya en las construcciones prerrománicas con sepulcros o reliquias venerados. De alguna manera aún hoy puede apreciarse ese sentido y disposición considerando la ubicación de la cripta apostólica y la de la capilla del Salvador, central de las de la girola catedralicia. Al lado derecho, otro altar dedicado a San Pedro, y al lado izquierdo el de San Juan, en donde, según las excavaciones llevadas a cabo a mediados del siglo XX, se encontró el baptisterio del templo alfonsino.

Esta segunda basílica fue destruida y asolada en la invasión de Almanzor del 997, esto es casi un siglo después, y según refiere el historiador cordobés El Makkari: la iglesia formaba un sólido edificio y fue arrasada hasta tal punto de no poderse sospechar su anterior existencia; cuando era obispo de Compostela el monje benedictino San Pedro de Mezonzo. Casi de inmediato a tan grande destrucción, el obispo y el rey Bermudo II, se dispusieron a la reconstrucción valiéndose, en una buena medida, de los sillares procedentes del derribo. En 1003, el obispo Pelayo II, sucesor en la sede episcopal del prelado benedictino autor de la plegaria “Salve Regina” –¿la desoladora visión del valle de lágrimas?- , consagró nuevamente el templo reconstruido.

A pesar de esos avatares históricos, tan sucintamente relatados, hay algunas cuestiones que nos vienen sugeridas por un pensamiento lógico. Por ejemplo, cabe preguntarse si la iglesia de Alfonso II, edificada en el 829, aún en su modestia resultaría suficiente para propiciar una veneración al santo sepulcro, establecer una población en su entorno y favorecer un inicial camino de peregrinos, si bien de cortos trayectos todavía. Con naturalidad nos vendría la cuestión de formular la interrogante siguiente: ¿cuáles fueron las razones que impulsaron al obispo Sisnando y al rey Alfonso III para llevar adelante una construcción más amplia y mejor en el 872? ¿Serían acaso el deterioro del templo anterior, habida cuenta de los materiales empleados en su edificación o la progresiva y creciente peregrinación de devotos y peticionarios de favor o de intercesión? ¿En apenas cuatro décadas transcurridas aumentaría la concurrencia de peregrinos para animarles a emprender una nueva obra de mayor amplitud?

Ya un tanto avanzado el siglo XI, exactamente en 1075, el obispo compostelano Diego Peláez y el rey Alfonso VI acuerdan llevar a cabo la construcción de una gran catedral según el estilo románico, dominante por entonces en una gran parte de la cristiandad europea. Desde el inicio de las obras, cuya fecha aparece grabada en el arco interior de la mencionada capilla del Salvador, con expresa indicación de sus promotores, el rey y el obispo, las mismas sufrieron periodos de suspensión e interrupciones por diversas causas e incluso por un incendio acaecido en 1117, y hasta la definitiva consagración del nuevo templo pasaron por las mentes y las manos de grandes maestros: Bernardo el Viejo, Esteban, que se iría a trabajar a Pamplona en 1101, Bernardo el Joven y Mateo, el célebre autor del impresionante Pórtico de la Gloria, al hacerse cargo de las obras por designación del rey Fernando II en su visita a Compostela, y que dio remate al conjunto en 1188.

Esta catedral románica, que podemos contemplar en su interior, salvo algunas modificaciones posteriores no fundamentales arquitectónicamente, tal y como fue ordenada y construida originalmente, y que viene acogiendo a peregrinos y devotos y manteniendo la custodia y el culto a Santiago el Mayor, durante los 136 años de su construcción, ha contado con el impulso, respaldo y aportaciones del obispo don Dalmacio, monje cluniacense, don Diego Gelmirez, don Pedro Gundesteiz, don Pedro Suárez de Deza y don Pedro Muñiz, que la consagró en 1211. Esto es, el 23 de abril de dicho año, por lo que en tal fecha de este 2011 se han cumplido los ochocientos años de su última y definitiva dedicación.

Pero también hay que significar los múltiples y distintos apoyos de don Raimundo de Borgoña, conde de Galicia, de su hijo Alfonso VII, del ya citado Fernando II y de Alfonso IX, que es quien asistió al solemne acto de consagración, acompañado por su hijo el príncipe Fernando (después Fernando III el Santo), en unión de muchos otros personajes del cortejo real, nobles y una decena de obispos. Doce sellos pétreos o cruces rodeadas de inscripciones latinas, sobre los muros interiores del templo y que pueden verse recorriendo las naves laterales, dejan constancia del sagrado hecho.

De esas inscripciones que circundan las cruces, quiero señalar que hay varias en las que se hace constar expresamente la dedicación del templo al Apóstol. En una se dice: Observa que este templo se dedica con la cruz en honor de Santiago Zebedeo, porque sin la fe en la cruz nadie se hace templo de Dios, y en otra en la que queda escrito Yo Pedro cuarto en honor de Dios le dedico en jueves este templo de Santiago Zebedeo. Este mismo texto figura en otras dos cruces. ¿Por qué doce cruces, cabe preguntarse? En lo escrito en una de ellas está la respuesta: Con tantas cruces represento el número de otros tantos Apóstoles, y la fe de la Iglesia que sigue su doctrina.
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Acaso convenga significar que al igual que no tenemos ninguna prueba expresa de una dedicación especifica de los dos templos alfonsinos, ambos del IX siglo, a Santiago Zebedeo y es bastante correcto el suponer que están dedicados al Salvador, al igual que la basílica ovetense, aún cuando fueran construidos para acoger al sepulcro de Santiago, descubierto en la necrópolis del Libredón, la consignación en cuatro de las inscripciones de 1211 de esa dedicación a Santiago Zebedeo, nos testimonia que a esta catedral de Compostela, terminada y consagrada en los comienzos del siglo XIII, sí puede desde ese momento llamársela con propiedad la catedral de Santiago, por su titular y no por el lugar en donde, aunque éste conservara la primigenia denominación de “Locus Sancti Jacobi”, que así fue inicialmente llamada la pequeña población formada en el entorno del pequeño santuario.

En el exterior de la catedral ha quedado como preciosa muestra de la arquitectura románica la fachada de las Platerias, obra del maestro Esteban, y los ábsides –entre dos de ellos, la Puerta Santa- . En el interior, naves, triforio, crucero y girola y la maravilla escultórica y compositiva del maestro Mateo. Y es que en los ochocientos años transcurridos desde entonces, el templo de Santiago recibió y asumió las nuevas estéticas del arte arquitectónico y escultórico que le fueron aportando los tiempos, de tal suerte que, en su configuración externa, han mudado las apariencias.

La sustitución del antiguo claustro – el del maestro Mateo del siglo XII- es la causa directa por la que se incorporó el estilo renacentista y no solamente en el nuevo, sino que en el mismo interior de la catedral se abrieron conforme a él las puertas de entrada al mismo y a la nueva sacristía. De la obra se encargó el maestro Juan de Alava, de la escuela salmantina, que estuvo al frente desde 1521, cuando se iniciaron las obras a impulsos del arzobispo Alonso de Fonseca III, y hasta 1537. En 1538, siendo arzobispo el cardenal Pedro Sarmiento, se hizo cargo el maestro Rodrigo Gil de Hontañón, que, en el exterior, construyó una fachada palaciega, con sus galerías y cresterías –recuerda al palacio de Monterrey de Salamanca- y que pasó a ser conocida como la fachada del “Tesoro” y que en su extremo remata en torre, también por igual nombre designada, que es como una pirámide de cuerpos escalonados. El claustro y su exterior, que proporcionó un magnifico cierre al poniente de la plaza de Platerías, fueron inaugurados en 1590, cuando era arzobispo compostelano el cordobés Juan de San Clemente.

Quedaba por hacer el cierre de la ampliación por el mediodía, que se quedaría en una gran muralla, la que recorre la actual rúa de Fonseca desde Platerías hasta la plaza del Obradoiro. Este lienzo y la torre pareja a la del “tesoro”, con que remata en la esquina occidental, mucho más esbelta que la precedente, se deben al maestro Jácome García, discípulo de Juan de Alava, con lo que llegamos al siglo XVII, cuando hace su aparición la fuerza del estilo barroco.

La primera gran realización en el conjunto externo catedralicio será la transformación que Domingo de Andrade llevará adelante de la torre “berenguela”, cuyo primer cuerpo había sido terminado a iniciativa del arzobispo, dominico francés, don Berenguel de Landoire en el siglo XIV. Las torrecillas, capulinas y la ornamentación profusa con símbolos jacobeos –conchas, urnas con estrella, bordones y cruces- , así como la introducción en los cuerpos superiores de la planta octogonal, será la impronta de Andrade en el barroco y más todavía en lo que vino a llamarse “barroco compostelano o gallego”, por haber sido imitada esa torre en muchos templos urbanos y rurales de Galicia. Es el nuevo ropaje con el que, a partir de entonces, será revestida la catedral románica.

De alguna manera esa grandiosidad externa llega a su culmen con la espectacular maravilla que logra el igualmente arquitecto gallego Fernando Casas Novoa en la fachada occidental, con el esplendoroso tríptico, con sus torres gemelas, y que se realizó entre 1738 y 1750. Desde entonces es nombrada como la fachada del Obradoiro y es quizás la imagen más popular y conocida de la basílica compostelana.

Por último y en este breve retrato histórico de la catedral jacobea, justificado por la conmemoración, hemos de señalar que la fachada del “Paraíso” o norte, originariamente románica y dotada con profusión de escultóricas ilustraciones bíblicas, por la que entraban los peregrinos procedentes del Camino francés y, antes, los que recorrían las antiguas vías del norte, estaba muy deteriorada en el siglo XVIII y en ella se desarrolla la última ofensiva del barroco en el exterior catedralicio, según los proyectos de los arquitectos Ferro Caaveiro y Fernández Sarela, igualmente gallegos, y que, de algún modo, fueron vencidos por el entonces dictador de las Bellas Artes, el presidente o director de la Academia de San Fernando, don Ventura Rodríguez, que fue el gran impulsor del neoclásico cortesano en ese siglo XVIII, mediante la intervención directa de su discípulo el arquitecto gallego Lois Monteagudo, ejecutor de unas órdenes muy concretas. Por esta puerta, al final comenzada en el barroco y rematada en el neoclásico, en el penúltimo mes del año jubilar recientemente clausurado, hizo su entrada en la catedral el Papa Benedicto XVI.

Y, a grandes rasgos, así ha discurrido el devenir en los tiempos de una basílica románica dedicada a Santiago Zebedeo hace ochocientos años y que para todos hoy aparenta estar recubierta con un gran ropaje barroco, pero que conserva intacta su planta de cruz latina y la incomparable severidad de un románico perfeccionado por la esbeltez y luminosidad de sus altas naves con sus galerías, acogiendo durante centurias a cientos de miles de peregrinos.

Federico Pomar

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