jueves, 29 de agosto de 2013

Apuntes Jacobeos: El pergamino en el que nada había escrito

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El pergamino en el que nada había escrito
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8.8.- El pergamino en el que nada había escrito. Estamos a principios del siglo IX cuando todavía es obispo de Iria Flavia el mismo Teodomiro que descubriera la tumba del Apóstol. Pero ahora en Compostela ya hay una pequeña iglesia, construida de barro y piedras sobre la tumba apostólica, y Teodomiro ya puede decir misa en aquel lugar venerable.

      Hoy, día del Apóstol, el obispo revestido de pontifical, con su mitra y sus largas ínfulas, se acerca al sagrado altar. Un amplio mantel de lino cubre la bruñida superficie del ara granítica donde va a tener lugar la ceremonia eucarística. Pero Teodomiro observa el mantel y adivina que bajo él hay algo, quizá un pequeño pergamino. Levanta la suave tela, introduce su mano y comprueba la veracidad de la suposición: es una carta, un pergamino doblado y lacrado a él dirigido. Mientras rasga con suavidad el sello, pregunta quien ha depositado allí la misiva. Los presentes se miran unos a otros hasta que uno de ellos se adelanta y dice:

      -Señor obispo, yo fui quien dejó ahí la carta por no atreverme a entregársela personalmente. Pero le ruego que la lea para que pueda conocer al pecador que les habla, para que todos puedan saber cómo he ofendido al Señor nuestro Dios una y otra vez, de tal manera que la tierra debería abrirse y tragarme aquí mismo. Léala, señor obispo, para que sienta cuanto antes la humillación de escucharla, la vergüenza de ver cómo me observan los demás, para que luego, tras ese amargo trago, pueda ser perdonado.

      Teodomiro, impresionado por las manifestaciones de aquel autoconfesado pecador, miraba al papiro reiteradamente, mas nada veía y nada podía leer...

      La historia había comenzado unos meses antes en la Apulia italiana. El peregrino había cometido todos los horrendos pecados que uno pueda imaginarse, y de ellos se jactaba impúdicamente, de forma que de todos eran conocidos. Pero un buen día la desgracia cayó sobre su familia, y él pensó acertadamente que tal vez la causa estaba en sus muchos pecados y en su falta de temor a Dios. Así que decidió arrepentirse y dejar de pecar.

      Con la máxima humildad se acercó el pecador al sacerdote que debía confesarle; mas éste, después de escuchar sus terribles pecados, por otra parte de público conocimiento, decidió que debería acudir al señor obispo para que una más alta instancia fuera quien le diera la absolución.  Fuese ante el obispo, que le escuchó atentamente, pero, a la hora de la absolución, le dijo que al ser públicos sus pecados también debía ser pública su pena. El arrepentido pecador se mostró conforme con lo que el obispo le decía, incluso cuando escuchó la dura penitencia: escribir todos sus pecados en un pergamino, peregrinar con él hasta la lejana Galicia, entregarlo al obispo Teodomiro, y pedir a éste que leyera todas sus faltas en público y le diera luego la absolución.


      El pecador lo había hecho todo tal como se lo habían ordenado, y había escrito los pecados con letra grande, con tinta espesa, muy negra, para que resaltaran y fuera mayor su humillación... mas nada podía leer el obispo Teodomiro, todo se había borrado, ya nada había escrito. Teodomiro comprendió que el arrepentimiento de aquel humilde pecador había llegado hasta el mismo cielo y que ya la absolución estaba concedida. Se limitó pues a recitar las palabras de rigor, ego te absolvo pecatis tuis..., y mandar al buen hombre de regreso a Italia.

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