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El pergamino en el que nada había escrito |
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8.8.- El pergamino en el que nada había escrito. Estamos a principios del siglo IX cuando todavía es obispo de
Iria Flavia el mismo Teodomiro que descubriera la tumba del Apóstol. Pero ahora
en Compostela ya hay una pequeña iglesia, construida de barro y piedras sobre
la tumba apostólica, y Teodomiro ya puede decir misa en aquel lugar venerable.
Hoy, día del Apóstol, el obispo revestido
de pontifical, con su mitra y sus largas ínfulas, se acerca al sagrado altar.
Un amplio mantel de lino cubre la bruñida superficie del ara granítica donde va
a tener lugar la ceremonia eucarística. Pero Teodomiro observa el mantel y
adivina que bajo él hay algo, quizá un pequeño pergamino. Levanta la suave
tela, introduce su mano y comprueba la veracidad de la suposición: es una
carta, un pergamino doblado y lacrado a él dirigido. Mientras rasga con
suavidad el sello, pregunta quien ha depositado allí la misiva. Los presentes
se miran unos a otros hasta que uno de ellos se adelanta y dice:
-Señor obispo, yo fui quien dejó ahí la
carta por no atreverme a entregársela personalmente. Pero le ruego que la lea
para que pueda conocer al pecador que les habla, para que todos puedan saber
cómo he ofendido al Señor nuestro Dios una y otra vez, de tal manera que la
tierra debería abrirse y tragarme aquí mismo. Léala, señor obispo, para que
sienta cuanto antes la humillación de escucharla, la vergüenza de ver cómo me
observan los demás, para que luego, tras ese amargo trago, pueda ser perdonado.
Teodomiro, impresionado por las
manifestaciones de aquel autoconfesado pecador, miraba al papiro
reiteradamente, mas nada veía y nada podía leer...
La historia había comenzado unos meses
antes en la Apulia italiana. El peregrino había cometido todos los horrendos
pecados que uno pueda imaginarse, y de ellos se jactaba impúdicamente, de forma
que de todos eran conocidos. Pero un buen día la desgracia cayó sobre su
familia, y él pensó acertadamente que tal vez la causa estaba en sus muchos
pecados y en su falta de temor a Dios. Así que decidió arrepentirse y dejar de
pecar.
Con la máxima humildad se acercó el
pecador al sacerdote que debía confesarle; mas éste, después de escuchar sus
terribles pecados, por otra parte de público conocimiento, decidió que debería
acudir al señor obispo para que una más alta instancia fuera quien le diera la
absolución. Fuese ante el obispo, que le
escuchó atentamente, pero, a la hora de la absolución, le dijo que al ser
públicos sus pecados también debía ser pública su pena. El arrepentido pecador
se mostró conforme con lo que el obispo le decía, incluso cuando escuchó la
dura penitencia: escribir todos sus pecados en un pergamino, peregrinar con él
hasta la lejana Galicia, entregarlo al obispo Teodomiro, y pedir a éste que
leyera todas sus faltas en público y le diera luego la absolución.
El pecador lo había hecho todo tal como se
lo habían ordenado, y había escrito los pecados con letra grande, con tinta
espesa, muy negra, para que resaltaran y fuera mayor su humillación... mas nada
podía leer el obispo Teodomiro, todo se había borrado, ya nada había escrito.
Teodomiro comprendió que el arrepentimiento de aquel humilde pecador había
llegado hasta el mismo cielo y que ya la absolución estaba concedida. Se limitó
pues a recitar las palabras de rigor, ego
te absolvo pecatis tuis..., y mandar al buen hombre de regreso a Italia.
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