Cuando hace cuatro días me decidí en secreto de mi familia a ir al
Instituto Smolny, una nevada densa y callada caía sobre San Petersburgo. Deseaba
y temía ir -¿por qué no confesarlo?- al apartado lugar donde funcionan todas las
dependencias del Gobierno popular. Como no me atrevía a ir sola, ni otra persona
alguna hubiera querido acompañarme, dije a la fiel gallega, inseparable nuestra
en estas penalidades, que viniera conmigo, pero sin descubrirle el objeto de
nuestra salida...
Obscuras las calles, resbaladizas como vidrios enjabonados y
completamente solitarias a aquella hora –cinco de la tarde-, tras muchos tumbos
hallamos un iswostchik, somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la
dirección que le daba y puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces
y más lobregueces de barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que
sobresale de casucas y callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle
y el de entrada principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro
tiempo donde esperan los automóviles del personal gubernativo. Los guardias de
la entrada, paisanos armados, caliéntanse en una hoguera. Me preguntan adónde
voy; respondo que voy a ver
al comisario Trotsky y me señalan con franco ademán la escalinata.
Penetro en el edificio, y en la sala contigua a un
vestíbulo, donde se desparraman grandes paquetes de papel, veo sentados en torno
de una mesa dos marineros, tres soldados y dos jóvenes judías, que escriben.
Repito mi demanda de ver a Trotsky -ministro de Negocios Extranjeros, que es el
más interesante de los compañeros de Lenin-, y sin más requisitos nos entregan
dos pedacillos de papel timbrado con el número del cuarto donde el compañero
Trotsky trabaja. Ruego que me indiquen el camino de aquel piso tercero y aquel
número 67, y merezco la deferencia a la muchachita judía Sarah Ivanova de que
nos conduzca ella misma a los pisos altos. Son muchos los escalones, y a cada
uno que subimos auméntase el pánico de Pepa que, aterrados los ojos, el
mantillín caído sobre la frente, me dice en gallego cerrado:
-¿A dónde me leva, señora? Mire que aquí nos matan, a canalla está
muy armada; a min me tembla o pulso.
Nos dejó Sarah junto a una puerta, donde la Guardia roja hacía
centinela, y mientras pasaban mi tarjeta a Trotsky dialogué con «la canalla muy
armada» que allí había. Les había anunciado la judía que éramos españolas, y
cuando uno de aquellos proletarios me dijo que había leído cosas de España, y
fijándose en Pepa habló con calor de las mujeres de mi país, oíselo apagándose
la luz eléctrica y lanzó un grito Pepa, agarrándose a mí espantada. Fue un
momento de pintoresca emoción, volvió la luz, se abrió la puerta, y el soldado
correcto, que había llevado mi tarjeta, dijo:
-Les ruego que pasen.
Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y
máquinas de escribir, y a la izquierda; en un gabinete chico, nos esperaba
Trotsky. Me rogó que tomara asiento en el único sillón de la estancia, frente a
él, junto a una mesa de despacho. Indicó a Pepa el sofá, que completaba el
sobrio mobiliario, y con voz agradable se expresó así en francés:
-Conozco España;
es un hermoso país del que tengo buenos recuerdos, aunque la Policía
comme de raison me trató mal. He visitado Madrid, Barcelona, Valencia. Mi amigo Pablo Iglesias estaba a
la sazón en un Sanatorio; sentí dejar España.
Nuestra
política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz
y nosotros tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de
Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo
de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de
armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros
ni yo, en el camino emprendido.
-¿Pero la actitud de las potencias de la Entente es inquietante?-
indiqué.
Veló con los cansados párpados su aguda mirada Trotsky, y en vano
esperé una respuesta o un comentario a mi frase. Conversamos aún, rozando los
asuntos, sin ahondar en ellos y con sencillez me dijo al despedirnos:
-Me alegro haber conocido a usted y por su conducto envío un saludo a
España.
Volvióse a su asiento, y su cabeza se inclinó sobre los documentos
allí reunidos.
¿Es simpático Trotsky? No es atractivo. Acentúa su
tipo israelita la espesa melena revolucionaria, que enmarca con negrura su
rostro irregular y agudo. Las cejas y la recortada perilla, muy negras, son a
modo de pinceladas mefistofélicas en el rostro cetrino. No se revela en él ni la
voluntad, ni la inteligencia; nada, en fin, potencialmente fuerte. Podría pasar por un artista
decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irremplazable en la
Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a
una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a
aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental.
En el antro de las fieras existe menos disparidad entre ellas y aquel
que existía en el Palacio de la Duma. En el Instituto Smolny es todo
plebeyamente democrático, y los feroces marineros de Kronstadt, confundidos con
la guardia roja, no desdicen de los fríos muros, de las salas desamuebladas,
donde funcionan como árbitros de San Petersburgo. Impresionan y desasosiegan el
Instituto Smolny, y sus moradores, porque es un foco de anarquía y porque la
ignorancia y el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales arma
sus manos con el ensañamiento demoledor.
Al fanatismo jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la
ergástula en rebeldía. ¿Qué
pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
Sólo la bandera blanca de la paz, que estos hombres levantan, da el
alivio de una esperanza a nuestra angustia de desterrados. ¡La paz!, la paz, y
luego... ¿qué ocurrirá en las regiones de Rusia dispersas y sin tradición de
independencia? Aquella hoguera llameando sobre la nieve a la entrada del
Instituto Smolny me parece un símbolo del porvenir: ¡Incendio en las estepas
invernales!
ABC 1917: Sofía CASANOVA. San Petersburgo
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