Conferencia pronunciada por D. Enrique Santín Díaz el 23 de octubre pasado, en la Casa de Galicia, en un ciclo de conferencias sobre el Xacobeo 2010 organizado por el grupo cultural "Galicia en Madrid" .
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En la historia de la humanidad, hay dos acontecimientos de gran trascendencia e importancia en los que corresponde un relevante protagonismo al Finisterre galaico.
Uno, el hallazgo el 24 de julio del año 813, del sepulcro que, según la tradición, contiene los restos del Apóstol Santiago y otro, el uno de marzo de 1493, en cuya fecha tuvo lugar la arribada a Baiona de Galicia de la carabela “La Pinta” mandada por Martín Alonso Pinzón y que fue el primer lugar del mundo conocido que tuvo noticia del descubrimiento de América.
A Galicia, le cupo, pues, el privilegio de convertirse en el faro de la cristiandad en Europa, pues no en vano Goethe reconoció que Europa se hizo peregrinando a Compostela y en ser la portavoz para el mundo del descubrimiento de nuevas tierras más allá del conocido como Mar Tenebroso.
Ciñéndonos seguidamente al tema que nos ocupa de la tumba de Santiago y la conservación y adoración de sus restos en la Catedral Compostelana, hemos de confesar que la controversia y las múltiples hipótesis formuladas sobre su hallazgo y descubrimiento, no han logrado empañar la fuerza de atracción espiritual que de forma creciente ejerce Santiago sobre el orbe católico, por lo que ha sido considerada la ciudad del Apóstol como la Jerusalén de Occidente.
Antes de entrar en el análisis del descubrimiento de la tumba de Santiago y la discusión sobre la existencia de sus restos, se ofrece a nuestra consideración un dato de singular importancia histórica. El hallazgo de la tumba del Apóstol no puede considerarse ni estudiarse aisladamente de las condiciones y el contexto político y religioso en que se produjo.
Un breve repaso histórico nos permite, siguiendo al historiador Manuel Vidal Rodríguez, resumir así el descubrimiento: “A principios del siglo IX, rigiendo los destinos de la Iglesia Católica el Papa León III; el Imperio de Occidente ,Carlomagno; el Reino de Asturias, cuna de la Reconquista, D.Alfonso II, el Casto; la Diócesis de Iria-Flavia, el Obispo Teodomiro y el ermitaño pelagio, la pequeña grey cristiana del Burgo de los Tamáricos , que se agrupaba en torno de la Iglesia de San Félix de Solobio, al pie del Castro que coronaba el bosque de Libredón, el año de 813 comenzaron a verse por las noches luces misteriosas, especialmente una que brillaba como resplandeciente estrella sobre un determinado lugar de la falda occidental de aquel bosque”.
Personado el Prelado Teodomiro en el lugar, mandó talar la selva que cubría el paraje donde brillaba la refulgente estrella, hallando unas informes ruinas y, bajo ellas, un altar y, bajo él, un sepulcro principal rodeado de otras dos sepulturas.
Fue el propio rey Alfonso II el Casto el que, confirmado el hallazgo de los restos atribuidos supuestamente a Santiago Apóstol y sus dos discípulos Atanasio y Teodoro, que los trasladaron de Jerusalén a Iria Flavia, el que proclamó a Santiago Apóstol Patrón de sus reinos, y notificó al Papa León III el descubrimiento del sepulcro quien inmediatamente difundió a toda la cristiandad la buena nueva anunciando que “el cuerpo del bienaventurado Apóstol Santiago fue trasladado entero a España, en territorio de Galicia”.
Desde que, según la tradición, el cuerpo del Apóstol, decapitado por orden de Herodes Agripa el 25 de marzo del año 44 a su regreso a Palestina, fue trasladado por sus discípulos Atanasio y Teodoro en una nave a Iria Flavia, hasta el 25 de junio del año 813, en que tuvo lugar el descubrimiento de sus restos, no hubo memoria ni noticia alguna del lugar donde se guardaba el sepulcro del Apóstol, debido, según el Profesor Luciano López y García José “a las persecuciones de los cristianos por los emperadores romanos, por lo que España, que era provincia romana, sufrió las consecuencias de dicha persecución con el tributo de numerosas víctimas y la constante huida de los cristianos de un lugar a otro, dejando desiertas regiones enteras, como ocurrió, sigue diciendo el mismo autor, en Galicia, en la parte donde se supone fueron depositados los restos del Apóstol”.
Más decisiva es la influencia de la invasión árabe en el resurgimiento de la fe católica y su defensa frente al peligro musulmán. En este sentido, cobran fuerza los testimonios coincidentes de Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. El primero, al reafirmarse en su idea de que “la virtud funcional y pragmática del Santiago de España fue aceptada por quienes me han leído e incluso por los más adversamente dispuestos. “Un siglo de guerra con el musulmán”, sigue diciendo Américo Castro, “condicionaba favorablemente la adopción de la fe en un Apóstol de Cristo como posible exterminador de moros y así comenzaría a hablarse del siglo IX de un sepulcro con el cuerpo de Santiago el Mayor”; el segundo, es decir, Sánchez Albornoz, afirma que “es indudable que el culto a Santiago fue una fuerza poderosa y galvanizadota de la resistencia de la cristiandad del noroeste hispano frente al Islam, del siglo IX al XII”. Esta corriente de pensamiento explica el apelativo de Santiago matamoros con el que se reconocía al Apóstol como adalid de la cristiandad frente a la invasión musulmana. Como dice Elena Serrano: “La tumba del Apóstol Santiago viene a descubrirse en un momento difícil para España. A comienzos del siglo VIII la invasión de la Península desde África por los musulmanes supuso el fin del reino cristiano visigodo. La monarquía y la nobleza se replegaron hacia el norte, quedando refugiadas tras las montañas de Asturias. El poder político visigodo quedó herido de muerte y los musulmanes se hicieron con el control de casi la totalidad del territorio peninsular. Cuando, un siglo después, se descubre la tumba de Santiago, el reino astur no había logrado apenas ningún avance en la reconquista.
Por lo que se refiere al martirio de Santiago y el traslado de sus restos a España, se dice en “Los hechos de los Apóstoles”, que por aquel tiempo “el rey Herodes se puso a perseguir a alguno de la Iglesia, primeramente hizo degollar a Santiago, hermano de Juan”. Con base en ese texto Gonzalo Torrente Ballester razona que Santiago “encabezó el martirio de aquella persecución, por su eminencia de discípulo y pariente del Señor”, diciendo a continuación que “sus amigos recabaron su cuerpo para enterrarlo dignamente. Y en secreta navegación lo trajeron a los campos de Galicia donde yace, va para casi 2000 años”.
Por su parte, Fernández Urresti, considera que “son pocos los argumentos para creer que Santiago pudo llegar a Hispania algún día y menos aún, los que pudieran ofrecer seguridad para creer que está enterrado en Compostela”.
Pese a la anterior afirmación matiza seguidamente que, hasta el siglo VII “ni Idacio ni Gregorio de Tours ni ningún otro autor de la época ofrecen información alguna sobre la posible presencia del Zebedeo por aquellas tierras. Fue precisamente en ese siglo, cuando en el Breviarium Apostolarum se dice ”que Santiago predicó en Hispania y se afirma que su cuerpo fue enterrado en un lugar denominado Arca Marmárica que unos sitúan en Compostela y otros en Judea.
Aún reconociendo lo anterior, es lo cierto que la polémica y los argumentos sobre la tumba y los restos de Santiago y sus discípulos, ofrece afirmaciones dispares y, a menudo, contradictorias.
El autor Fernando Sánchez Dragó, llegó a formular la siguiente frase lapidaria de que “el Zebedeo no habría llegado a nuestras tierras ni por sus propios pies ni con ellos por delante”.
Para Menéndez Pelayo, “sería temeridad negar la predicación, pero tampoco es muy seguro afirmarla”.
Esa misma actitud dubitativa la adopta el profesor de historia Medieval de la Universidad de Santiago, Fernando López Alsina, al afirmar que “cabe tanto el hallazgo como el invento”.
Más radical es la postura de Unamuno al asegurar que “todo hombre moderno, dotado de espíritu crítico no puede admitir, por católico que sea, que el cuerpo de Santiago el Mayor, reposa en Compostela”.
Todavía resulta más sorprendente la insensatez de Lutero, que con grave ofensa de los sentimientos religiosos, se atrevió a decir “que las reliquias de Compostela podían pertenecer a un perro o a un caballo”. Tampoco han faltado versiones que, sin confirmación científica alguna, sugieren que el que realmente está enterrado en Compostela es el Obispo hereje gallego Prisciliano, basándose en el viaje que sus discípulos hicieron con sus restos mortales hasta su tierra natal. Esta hipótesis la formula en el año 1900 el hagiógrafo Louis Duchesne en un artículo publicado en una revista de Toulouse sobre Santiago en Galicia y de ellas se hacen eco en España, Sánchez Albornoz y Unamuno.
En relación con este tema, Monseñor Guerra Campos, sostiene que el lugar de enterramiento de Prisciliano podría ser un lugar perteneciente a la Parroquia de San Miguel de Valga, en la provincia de Pontevedra, conocido por “os martores” como fueron conocidos los discípulos de Prisciliano ajusticiados junto con su maestro en Tréveris el año 385.
Una última teoría expuesta por Celestino Fernández de la Vega, establece como posible lugar de enterramiento de Prisciliano, Santa Eulalia de Bóveda en las cercanías de Lugo.
Finalmente y siguiendo con el tema de Santiago, es de destacar que después del descubrimiento del sepulcro en el año 813, a finales del siglo X, el caudillo Almanzor desplegó una feroz serie de razias por el norte peninsular, siendo saqueada e incendiada, entre otras, la iglesia compostelana. El sepulcro no fue afectado y se reconstruyó la basílica. En el año 1589 el Arzobispo Juan de San Clemente, trasladó y ocultó los restos del Apóstol y de sus discípulos, Atanasio y Teodoro, para ponerlos a salvo del Almirante inglés Drake y del General Norris que habían llegado al Puerto de La Coruña con 14.000 hombres, según figura en la “Guía Oficial del Peregrino y del Turista” del escritor Román López y López. A partir de ese año de 1589, y casi durante casi 300 años, se desconoció el lugar donde fueron enterrados los Santos cuerpos, hasta el 28 de enero de 1879, en cuya fecha y después de varios trabajos de excavación, el Cardenal Payá y Rico con la colaboración y el asesoramiento del canónigo y arqueólogo López Ferreiro, los descubrió detrás y debajo del Altar Mayor, que era, precisamente, donde se sospechaba habían sido celosamente ocultados. Esta feliz noticia del redescubrimiento fue hecha pública por el Papa León XIII en julio de 1884 y confirmada su autenticidad, tras un largo proceso, por el mismo Papa León XIII el 1 de noviembre de 1884. “Así se enlazan después de tantos siglos, según Otero Pedrayo, la invención del Arca Marmórica por el Obispo Teodomiro con el nuevo descubrimiento y solemne instalación de los restos del Apóstol”.
A la vista de todo lo anterior, y reconociendo que en el hecho que nos ocupa concurren criterios, estudios, afirmaciones, tesis e hipótesis de la más variada orientación y valor histórico y científico, es lo cierto e incuestionable que la fe y el fervor religioso en torno a la tumba del Apóstol en Compostela, se acrecientan y fortalecen progresivamente, especialmente, en todos los Años Santos, confiando en que el próximo a celebrar en el año 2010 confirme plenamente la fe y devoción jacobeas.