Monolito que señala la entrada al concello de Santiago
Apenas habíamos dormido; la emoción, como de niños la noche de los Reyes Magos, nos lo había impedido. Sí, al menos, habíamos descansado y nuestras dolencias en las rodillas habían remitido. Y llegó el momento de salir. Las calles de Arca do Pino (nos gusta más esa híbrida denominación) eran un hervidero de peregrinos, cuyos rostros delataban también parecidas sensaciones. El Apóstol, además, nos regaló un tiempo favorable. Nubes y sol y temperatura suave. Enseguida los distintos grupos de peregrinos empiezaron a disgregarse, a separarse manteniendo una prudencial distancia entre ellos. Apenas veinte kilómetros nos separan del objetivo.
Peregrinos en el Monte do Gozo. Al fondo, Santiago
Otra vez suaves subidas y bajadas. Pero nos daba igual, no sentíamos dolor ni cansancio. A los cinco kilómetros llegamos a Cimadevilla y poco después entramos en el Concello de Santiago, último municipio del Camino Francés. Un monolito nos lo indica. Nos fotografiamos allí, dándole al momento el reconocimiento que merece. Después, nos detenemos en San Pelayo, donde hacemos un descanso. Lavacolla y su arroyo, donde la tradición nos cuenta que los peregrinos se aseaban antes de entrar en Santiago, marcan el punto de inflexión en cuanto a la dureza de la etapa. Ciertamente, comenzamos la que será, probablemente, la última cuesta, la que nos lleva hasta las inmediaciones del aeropuerto. Inevitablemente miramos los aviones aterrizar y despegar. Y volvemos a reflexionar sobre cómo ha progresado, materialmente, la humanidad desde que comenzó la milenaria ruta. Aeronaves, teléfonos móviles, televisiones, ordenadores portátiles, cámaras fotográficas, asfalto, automóviles, medicinas para todos, ropas y equipos especiales. Y tantas cosas más. Enfrente, un bordón, un humilde zurrón y una pobre vestimenta. Y la vieira, claro. En lo espiritual, en lo moral, sin embargo, no estamos tan seguros del progreso.
Entrando en la ciudad
Y, entre tanto, ya estábamos a las puertas del Monte do Gozo. Para ser sinceros y, sin olvidar el significado que tiene el lugar, hemos de reconocer que, pese a lo esperado, nosotros no fuimos capaces de ver desde allí las torres barrocas de la catedral compostelana. Parece que la vegetación de algunas fincas privadas ha crecido lo suficiente para impedir su visión. Pero no nos importa, las torres, ahora sí, están allí. Y nos están esperando.
Todos aceleramos. Se ve un nudo de carreteras y autopistas. Y polígonos industriales. Un cartel de madera con las, al parecer inevitables pintadas, nos indica que entramos en Santiago.
Ya sólo queda entrar en la ciudad y llegar a la Plaza del Obradoiro. Detrás, habrán quedado más de 700 kilómetros de alegrías y tristezas; de campos y ciudades; de frío y de calor; de lluvia y de sol; de esforzadas cuestas y de plácidas travesías; de prudencia y de osadías; de arte, de gentes, de experiencias.
M & JF
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